El monopolio del amor romántico



Los heterosexuales tienen el monopolio del amor romántico. Para ellos es cosa de todos los días. Pueden ir de la mano por la calle o besar a sus parejas en lugares públicos sin que un loco se crea con derecho a romperles la cara. Nadie se animaría a encarar a un tipo que está chapando con su novia en la mesa de un café para decirle que hay que tener respeto por los demás, para azuzar en el aire una biblia al grito de "dios los odia". En lo que respecta al romance, los heterosexuales son inmunes a la mirada del otro.

Nuestros amores diversos, en cambio, duermen a la sombra de un closet. En el mejor de los casos, la gente se dará vuelta a mirarnos como si un alien hubiera bajado de un plato volador en medio de la 9 de julio. Para la norma, dos hombres o dos mujeres dándose un beso es un espectáculo circense.

Hay momentos en los que uno necesita un abrazo, o entrar en una espiral romántica de gestos cursis. No es que no nos guste coger con tipos desconocidos a los que echamos después de acabar. El activo o el pasivo que nunca muestran la cara, el tipo casado que entra a un chat para tirarse una cañita al aire, tienen su encanto. La cuestión de fondo es otra: fuimos condenados a amar en silencio, nos otorgaron, como premio consuelo, el campo de la lujuria. El desenfreno carnal apareció entonces como el territorio en el cual decidimos plantar las banderas de nuestra libertad. Allí nos desenvolvemos perfectamente, porque el deseo es la pulsión que nos ayuda a tolerar el encierro. Supimos convertir la tierra a la que fuimos deportados, como un castigo divino, en nuestra nación soberana. Plantamos bandera. De acá no nos saca nadie, dijimos, porque estamos empoderados en el placer de los cuerpos desnudos. Todo eso no quita que también tengamos derecho a un amor acaramelado, exento de todo el ropaje sombrío que la hegemonía nos fue tirando encima con el correr de los años.

Es correcto levantar las banderas de la deconstrucción y entablar vínculos que se aggiornen a nuestras vivencias actuales, pero dentro de la larga lista es necesario incluir al amor romántico, con sus estereotipos y clichés.  Aunque pretender sumergirnos en las aguas del romance hegemónico sea una estupidez, tenemos derecho a hacer estupideces. El matrimonio igualitario nos dió la posibilidad de aflojar las cadenas que nos mantenían atados. Al aprobarse la ley se nos dijo que teníamos derechos. En el año 2011 el cuerpo legal nos abrió las puertas, entre otras cosas, a que vivamos el amor con total libertad. La sociedad, por desgracia, no maneja los mismos tiempos.

Queremos al príncipe azul, al violeta, al rosa. Queremos a un tipo que nos rompa el corazón y nos deje llorando en la mitad de la calle, a uno que nos proponga casamiento y nos coma la boca en medio de una cena familiar. Queremos caminar de la mano y sonreír todo el día, como si tuviéramos una falla en el cerebro. Queremos abrazarnos a orillas del mar y bailar un tema lento. Queremos una relación de cuento, o de barro. Merecemos vivirlas, y llorar como desgraciados porque el forro nos hizo cornudos con el primer cacho de carne que se le cruzó en el camino.


Comentarios

  1. Amé tus palabras. A veces parece que no avanzamos más por más leyes igualitarias que aprueben. No seré el más romántico en público pero estaría bueno que si a uno se le cante serlo, no se nos queden mirando como si fuéramos fenómenos de circo.

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