El valor de asumirse puto


Aceptarse puto es tomar conciencia de que constantemente uno se está enfrentando al rechazo de los dinosaurios agazapados. En este contexto, salir del closet es salir a la guerra contra la norma.

El pibe que me ayudó a aceptarme nunca se dio cuenta del rol que ocupó en mi vida. Lo miraba desde lejos, porque los putos tenemos que acercarnos con cuidado. Siempre desde lejos, porque tirarle onda era un deporte de riesgo. No por él, el pibe no tenía pinta de ser violento, sino porque tenía miedo de que el resto se diera cuenta y me convirtiera en el centro de todas las burlas, porque la utopía de garchar con él tenía cierto encanto, y porque la distancia vuelve hermoso lo inalcanzable. Me mantenía escondido en lo que creía que era un refugio. Aún no me había dado cuenta de que el closet no era una zona de confort. El closet era el miedo en su estado más puro.

Me gustaba por algo que era más grande que él: reflejaba mi putez. Me entusiasmaba la idea de encontrar en su piel lo que había estado reprimiendo durante tanto tiempo. Gustar de G. era aceptar que no había vuelta atrás. Entonces, creía que sus manos suaves estarían dispuestas a abrir la puerta de la jaula. No me daba miedo llenarme de plumas.

El mundo era un lugar horrible cuando faltaba, me sentía menos puto, menos vivo. Esos días perdía toda esperanza y me resignaba a una vida de máscaras. En esa estructura sombría, llena de normas y de destinos preconcebidos, todo era estúpidamente aburrido y heterosexual.

No voy a decir que no lo imaginé como objeto de deseo. El hombre que me dio la libertad de ser puto también era carne. Esos jeans caídos, que dejaban ver la mitad de su bóxer (muy años 2000) no daban lugar a la imaginación. Al liberar mi putez también liberé las fantasías que se hallaban reprimidas. El sueño del príncipe marica que me besaba apasionadamente dio paso a “quiero tener sexo con vos, aunque mañana sigas sin saber cómo me llamo”. No era conformismo sino un escalón superior en el campo del deseo. Era capaz de mantener el anonimato con tal de sentir que podíamos, sin ningún pudor, romper las incómodas barreras que nos separaban.

En mi cabeza nos acostamos mil veces. Diría que no hacíamos el amor, pero nos revolcábamos en el pasto, llenándonos de tierra mientras penetrábamos nuestros cuerpos y nos impregnábamos con el olor del otro. Se rompieron las cadenas. No podía decirle que me gustaba sin que me temblara la voz, porque los putos no tenemos ese privilegio. A nosotros se nos fue negada la libertad del amor adolescente. Debemos tirarnos a la pileta. Encarar a un pibe es dar un salto al vacío, es enfrentar la construcción del macho que debe permanecer lejos de toda femeneidad. No sólo nos enfrentamos al rechazo del otre, sino al rechazo de toda una estructura social arcaica. Junto con el No de ese pibe aparece el No de nuestra familia, el del resto de nuestres compañeres, el de los viejos pajeros que nos acosan por la calle porque creen que son más piolas que nosotres. Quizás por eso mi putez se sentía en calma con el hecho de saber que podía hacerme la paja pensando en él. Hacerse la paja pensando en un tipo, sin la carga de culpa que habían tenido las pajas anteriores, era liberador.

Cuando al fin tomé coraje, G. respondió que era hetero y que daba una imagen confusa porque le gustaba divertirse. Todavía sigo tratando de entender qué quiso decir. No me importó. No porque no tuviera en cuenta su libertad. No me importó porque mi putez ya había salido de su jaula, y había despertado a un mundo lleno de coraje. Quizás no lo sepa, pero soy un mejor puto gracias a él.


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