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Mostrando entradas de mayo, 2017

Nosotros somos los monstruos

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     Odiaba el recreo. Nunca sabía  qué tenía que hacer o  cómo se suponía  que un chico de quince  años se comportara   en esas situaciones. Salir gritando como un salvaje le parecía excesivo y  ridículo , ir corriendo a  bu scar  a su grupo de amigos era una fantasía, y aprovechar para hacer la tarea era ponerse un cartel en la frente para que sus  compañeros  lo cagaran a trompadas o en el mejor de los casos lo encerraran en los baños hasta que  algún  profesor lo escuchara p idiendo  ayuda.        Le gustaban  las horas de clase. Allí todo era más predecible. Se sentaba con Luciana, que era tan muda como él pero al menos tenía  amigas. Trataba de participar lo menos posible para no quedar en evidencia. Le había funcionado  en  primaria. Sus compañeros de su curso, que en su gran mayoría eran los mismos desde el jardín de infantes, apenas recordaban su nombre y lo molestaban para preguntarle si se masturbaba o si ya había  tenido  sexo con alguna  mina . Nada de ot

El penitenciario

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Agustín tenía mucha personalidad pero en esos momentos se volvía la persona más chiquita del mundo. Se acurrucaba en el penitenciario, evitando las telarañas y tratando de atajar los golpes. Su padre había empezado a odiarlo hacia varios años, ya no recordaba porqué motivo. Suponía que por alguna contestación estúpida o por no aprender a comportarse como un macho. El forro estaba obsesionado con hacer que su hijo aprendiera a “ser un hombre”. A veces sólo le pegaba para confirmarle que él era quien mandaba en aquella casa. Siempre encontraba una nueva razón para recurrir a la violencia y tratarlo como si fuera su mascota. Desde la muerte de su madre todo se había vuelto más difícil. Ella era la que lo cuidaba, alejando al monstruo sigiloso cada vez que pretendía alzar la voz. Una mirada firme con sus ojos grises bastaba para que Agustín sintiera que todo iba a estar bien. Pero ya no estaban ni su madre ni la esperanza de poder escapar de esa pesadilla. Javier Valcarce era un

En el aire

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Martín era el típico gato que nunca se comprometía con nadie. Soledad lo miraba de costado, abrazándolo, con los ojos brillosos y mordiéndose el labio. Había olor a pucho, a porro, a mierda –porque la puerta del baño había quedado abierta y Martín no se caracterizaba por la higiene –, a comida recalentada, a pintura, a humedad y a varias cosas más. Sentir la mezcla de olores era mucho peor que sentirlos por separado. Al principio Soledad se pasaba la primera hora vomitando.  Qué haces con ese pelotudo, le había dicho su vieja la última vez que la vio. Discutieron fuerte. En el fondo sabía que ella tenía razón, pero no podía ganarle a su pulsión de muerte. Y el pelotudo le encantaba. Cada vez que lo invitaba a su casa se le retorcía el estómago y se moría de ganas de escribirle pidiéndole que le confirmara rápido porque se estaba muriendo de la ansiedad. Él nunca le daba bola y avisaba cuando se le cantaba el culo. Ya lo conocía. Era imposible decirle un horario porque Mar