Nosotros somos los monstruos


     Odiaba el recreo. Nunca sabía qué tenía que hacer o cómo se suponía que un chico de quince años se comportara en esas situaciones. Salir gritando como un salvaje le parecía excesivo y ridículo, ir corriendo a buscar a su grupo de amigos era una fantasía, y aprovechar para hacer la tarea era ponerse un cartel en la frente para que sus compañeros lo cagaran a trompadas o en el mejor de los casos lo encerraran en los baños hasta que algún profesor lo escuchara pidiendo ayuda.    
Le gustaban las horas de clase. Allí todo era más predecible. Se sentaba con Luciana, que era tan muda como él pero al menos tenía amigas. Trataba de participar lo menos posible para no quedar en evidencia. Le había funcionado en primaria. Sus compañeros de su curso, que en su gran mayoría eran los mismos desde el jardín de infantes, apenas recordaban su nombre y lo molestaban para preguntarle si se masturbaba o si ya había tenido sexo con alguna mina. Nada de otro mundo. Lo enojaba que Bruno se pusiera pesado con el tema. No le daba vergüenza ser puto pero no le interesaba hablar de esas cosas. Habría sentido lo mismo si le hubieran gustado las chicas. Y tampoco era por su timidez. Simplemente no tenía ganas de pararse adelante de un grupo de pibes, que le importaban un carajo, a contarles sobre sus emociones o sus experiencias más íntimas. Era un pedazo de su vida que prefería guardarse.   
Pero este no eran el peor de sus problema. Se había acostumbrado a convivir con la estupidez de los adolescentes y ya sabía como manejarlos. Se reía un poco, agachaba la cabeza, los mandaba a cagar, y ellos se iban a molestar a otro. Su verdadera pesadilla era Pía Montero, la preceptora. La Montero, como le decían en la escuela, era una cuarentona lastimada por el paso de los años que deambulaba por los pasillos como si no tuviera nada más para hacer. Su cara ya tenía arrugas y nunca la habían visto sonreír. Se decía que si la veías sin cara de culo tenías que pedir un deseo.     
Hubiera podido sobrevivir al humor de La Montero, y no era eso precisamente lo que la hacía una persona detestable, sino habría sido porque estaba obsesionada con él. Hasta había llegado a mandarle una carta a su madre diciéndole que "el pequeño Fernando presenta un germen antisocial que corre el peligro de desarrollarse con el paso de los años." Su madre se rió mucho cuando leyó la nota en el cuaderno de comunicaciones. Todavía recuerda de memoria la respuesta: "Estimada Arpía Monterováyase a la puta que la pario. Saluda atte. La madre orgullosa del niño con el germen"Tenía suerte de que su madre fuera una hippie a la que le importaban muy poco los retos de los profesores (y en general cualquier cosa que viniera de una "autoridad reconocida por el sistema"). A decir verdad, él también se había reído al leer la carta de La Montero, sobre todo con la parte en la que señalaba que "Fernandito no tiene amigos y en muchas ocasiones lo he encontrado  hablando solo. Me preocupa su salud mental y, por sobre todas las cosas, que pueda convertirse en un peligro para él mismo o para el resto de los chicos del aula. Como adultos deberíamos estar atentos a estos detalles para prevenir una tragedia". Así que yo soy el monstruo, pensó. Se acordó de Bruno apretándolo contra un rincón, agarrándolo del cuello para hacerlo gritar, o de Martín robándole las hojas de la carpeta y tirándolas en el tacho de la basura, incluso del grupo de las chetas poniéndole  pastillas para dormir al café de la profesora de Lengua. Pero el monstruo era él. Y su silencio era el peor de los crímenes.    
Lo que más lo asustaba de la preceptora no era su visión retrógrada de la vida sino su insistencia para conseguirle amigos. Eso lo aterraba. Bastaba con que Fernando estuviera leyendo en su banco para que la mujer se acercara con paso firme. Podía oler su soledad adonde sea que se encontrara. A veces hasta se aparecía con algún chico de otro curso y se lo sentaba al lado para que conversaran. Nunca sabía qué decirle y la mayoría de las veces le pedía que se fuera. Una vez lo encerró en un aula con otros cinco pibes. Cuando se calmaron y dejaron de gritar tuvieron que reírseLa Montero abrió la puerta los encontró en silencio, cada uno en un bancosin siquiera mirarse las caras.    
Sonó la campana, lo que para Fernando significaba entrar a una cámara de tortura. Miró a Luciana de reojo, esperando a que se fuera con sus amigas. Odiaba que quisiera sacarle charlas, que le preguntara por el clima o por lo que había que estudiar para el examen de matemáticas; estaba seguro de que la preceptora la había convencido para que intentara hacerse amiga suya, por el bien de sus compañeros. Pobre Luciana, debió sentirse una heroína tratando de hacer hablar al mudito con el germen antisocial. Bruno ya había salido corriendo, como siempre. El resto, incluso los matones, no le importaban demasiado. Sabía que no lo iban a joder porque estaban muy ocupados con el sonido que marcaba su supuesta libertad.    
Se quedó solo. Estaba leyendo un viejo volumen de "El Lobo Estepario" que le había regalado su madre. Pensó si ella también tendría el germen, o el autor del libro. Si habría muchas personas sueltas por ahí cultivando ese famoso germen al que tanto miedo le tenían.  La Montero entró de golpe y lo encontró sumergido entre las páginas del libro de Hesse, con las piernas cruzadas y golpeando la mesa con la mano que le quedaba suelta. Lo vio tan tranquilo, tan "volado en su mundo" como decía ella, que tuvo que gritar. Pudo haber hecho cualquier cosa, hasta tirarle con el borrador por la cabeza, pero lo único que se le ocurrió fue gritar.    
Fernando volvió al mundo real, ese en el que se lo consideraba un monstruo, y miró aterrado a la preceptora que se acercaba sacudiendo los brazos y emitiendo sonidos guturales.    
Pia Montero lo agarró de los pelos y empezó a arrastrarlo por el suelo. El cuerpo de Fernando ardía al contacto con el cemento frío. Lanzaba trompadas al aire, patadas, se agarraba de donde podía pero no había caso. La mujer tenía mucha fuerza y él no podía escapar. Casi se muere de la vergüenza cuando vio que sus compañeros, y probablemente toda la escuela, estaban mirando la escena y se le cagaban de la risa. Seguro pensaban que él había hecho algo malo. Comenzaba a dudar si realmente no habría hecho algo malo. Tal vez estar solo en el aula, leyendo, fuera un crimen. Tal vez su madre y él eran los únicos que no se daban cuenta de lo peligroso que era que existiera gente como él.    
La loca lo puso contra la pared. Al lado suyo, otros chicos y chicas en su misma condición. Todos tenían el guardapolvo roto como si también los hubieran arrastrado por el patio. "Ellos también deben ser monstruos" pensó. Escuchó que los gemidos se iban acercando. La loca los insultaba y les pegaba con una regla de metal. "Nosotros somos los monstruos" susurró, despacio para que La Montero no lo escuchara. Los quejidos se fueron acercando, cada vez más.    
Sintió que el germen crecía adentro suyo. Se preguntó si el resto de los esclavos solitarios que agonizaban junto a él también tendrían el germen. Quizás no. Quizá sólo eran pibes raros y no monstruos como él.    
  


Ph: Deanna McCasland

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