El penitenciario
Agustín tenía mucha personalidad pero
en esos momentos se volvía la persona más chiquita del mundo. Se
acurrucaba en el penitenciario, evitando las telarañas y tratando
de atajar los golpes.
Su padre había empezado a odiarlo hacia
varios años, ya no recordaba porqué motivo. Suponía que por alguna
contestación estúpida o por no aprender a comportarse como un
macho. El forro estaba obsesionado con hacer que su hijo aprendiera a
“ser un hombre”. A veces sólo le pegaba para confirmarle que él
era quien mandaba en aquella casa. Siempre encontraba una nueva razón
para recurrir a la violencia y tratarlo como si fuera su mascota.
Desde la muerte de su madre todo se había
vuelto más difícil. Ella era la que lo cuidaba, alejando al
monstruo sigiloso cada vez que pretendía alzar la voz. Una mirada
firme con sus ojos grises bastaba para que Agustín sintiera que todo
iba a estar bien. Pero ya no estaban ni su madre ni la esperanza de
poder escapar de esa pesadilla.
Javier Valcarce era uno de esos
cincuentones que iban de caza, miraban futbol las veinticuatro horas
del día y gritaba cuando estaba aburrido. Gritar esa lo que más lo
divertía. Lo hacia por la calle, con desconocidos, con la mina del
kiosco cuando le redondeaba para arriba o con algún fulano que
pretendía manejar a menos de sesenta kilómetros por hora. Trabajaba
en una fábrica pesquera por lo que tenía horarios muy raros. Al
amanecer ya había dejado la casa. A Agustín no dejaba de parecerle
graciosa semejante coincidencia.
Vivían en una casucha mugrosa a veinte
minutos del centro. Cuando extrañaba a sus amigos del pueblo se
colgaba los auriculares al cuello y salía a caminar. El mar lo
relajaba. Incluso la marea de personas que los fines de semana
caminaban desesperadas por la vereda caliente lo relajaban. Sabía
que lo miraban, que sus ojos azules llamaban la atención, pero no le
daba ninguna importancia. Él iba perdido en sus pensamientos, en los
quilombos interminables que conformaban su vida. O tal vez no eran ni
quilombos ni interminables pero así los veía desde su exagerado
fatalismo.
Una de las habitaciones de la casa estaba
vacía. En un momento ahí habían dormido sus padres, pero unas
semanas después del accidente Valcarce se había decidido a tirar
los muebles dejándola abandonada y cerrada con una llave que
guardaba en sus calzoncillos para usarlas cuando creía necesario. El
penitenciario estaba armado en la esquina más sombría, con unas
cadenas que colgaban de la pared y un tarro con agua tibia.
Esa mañana, como cualquier otra, el
monstruo se despertó malhumorado. Agustín lo encontró gimiendo y
retorciéndose en el sillón. Le gustaba que nada ni nadie
interrumpiera su ritual por lo que Agustín se quedo duro y en
silencio. El monstruo agarro el atado de puchos que había quedado
tirado en el suelo y lo prendió mientras buscaba el control remoto
que había quedado tirado por algún lado. Lo encontró bajo los
almohadones del sillón. Apoyó las patas en la mesa de vidrio y
prendió el televisor para seguir mirando la porno que había quedado
en pausa desde la noche anterior. La primera escena en aparecer fue
la de una mina en tetas rezando a los pies de la cama. Agustín sabía
que ese era el momento de pararse al lado de su padre. Al monstruo le
gustaba que su hijo compartiera con el sus rituales de macho. El pibe
se hacia el pelotudo y trataba de no abrir la boca. El monstruo
acababa rápido así que con suerte la tortura no duraría más de
cinco minutos.
Hasta la hora del almuerzo todo
transcurrió con absoluta calma. Era domingo y Valcarse no tenía que
ir a trabajar. Cuando eso pasaba Agustín prefería no despertar.
Esos días odiaba el amanecer, el sol, los ruidos, y cualquier
movimiento que formara parte de la rutina.
A las doce en punto el monstruo empezó a
golpear la mesa con el mango de la cuchilla. Antes de que el conteo
llegara a diez Agustín tenía que estar sentado y listo para comer.
Sabia cuanto podía llegar a molestarlo una demora de dos segundos.
La última vez había terminado encadenado en el penitenciario por
dos horas y sin comer hasta el otro día. No se arriesgo y llego
puntual. Le temblaban las piernas. Comieron en silencio, con el
televisor apagado y sin que volara una mosca. Los bichos también le
tienen miedo, pensó Agustín más de una vez.
A las dos la bestia se acostaba en el
sillón a dormir la siesta. Ese momento era el más sagrado para él
porque aprovechaba a disfrutar de sus pocas horas de libertad. El
resto del tiempo tenía que quedarse en la casa. Su padre no lo
dejaba trabajar y tampoco había podido seguir en la escuela porque
sus compañeros no eran una buena influencia.
De pequeño su madre le había regalado
un libro con cuentos de Poe. Lo guardaba atrás de una madera floja
porque según su padre leer era para maricones.
Cuando el monstruo se durmió pudo sacar
el libro de su escondite y por fin respiró aliviado. Agustín se
había sentado adentro del placard, buscando hacer el menor ruido
para no despertar a su carcelero. Abrió el libro en la página en la
que había quedado el día anterior y se puso a leer. No podía dejar
de pensar en que su padre era como el gato negro, una maldición que
no hacia otra cosa más que perseguirlo y sumergirlo en la peor de
las miserias. Le gustaba imaginar que le arrancaba los ojos con el
mismo puto cuchillo que usaba cada vez que quería amenazarlo.
Esa tarde, como ninguna otra, el tiempo
pasó muy rápido. De fondo, como una música tenebrosa que
acompañaba su lectura, se oyó el ruido de los resortes del sillón.
De los nervios no supo que hacer con los cuentos de Poe así que los
escondió debajo de una pila de ropa.
No podía salir porque su padre estaba
cerca, así que se recostó como pudo y se hizo el dormido.
A los cinco minutos el monstruo lo
encontró temblando entre sábanas viejas. Agarró el cinto y lo
llevó al penitenciario. Tenia que moldear al inútil, como llamaba
él a su hijo. Agustín sólo pudo oír sonidos guturales, quejidos
que podían provenir tranquilamente de un animal salvaje. Al rincón
sólo llegaba un rayo de luz que bajaba desde un agujero en el techo.
Trató de zafarse pero le costó mucho
trabajo. En otro momento se hubiera hecho el boludo y se habría
dejado encadenar en el rincón, pero esa vez no tenia ganas. Volvió
a imaginarse al gato sin ojos, al cuchillo enterrándose en la piel,
los gritos de dolor de la vestía, y se liberó con una patada que
dejo al monstruo tirado en el suelo.
Agustín fue hasta la ventana para
alejarse de la oscuridad. Rompió una silla contra la pared y agarró
un caño de metal que había hecho las veces de pata. Se acercó
apurado hasta donde gemía la bestia y se lo partió en la cabeza. El
forro cayó en seco. Parecía muerto pero aún respiraba.
La bestia yacía dura en las sombras.
Agustín le quitó el cuchillo, que traía guardado como una faja en
el cinto del jean, y se arrodilló junto al cuerpo frío. Contó
hasta tres y lo hundió con fuerza. El ojo rodó hasta las telarañas
que se amontonaban en el rincón.
Ph: Edward Honaken |
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