En el aire



Martín era el típico gato que nunca se comprometía con nadie. Soledad lo miraba de costado, abrazándolo, con los ojos brillosos y mordiéndose el labio.
Había olor a pucho, a porro, a mierda –porque la puerta del baño había quedado abierta y Martín no se caracterizaba por la higiene –, a comida recalentada, a pintura, a humedad y a varias cosas más. Sentir la mezcla de olores era mucho peor que sentirlos por separado. Al principio Soledad se pasaba la primera hora vomitando. 
Qué haces con ese pelotudo, le había dicho su vieja la última vez que la vio. Discutieron fuerte. En el fondo sabía que ella tenía razón, pero no podía ganarle a su pulsión de muerte.
Y el pelotudo le encantaba.
Cada vez que lo invitaba a su casa se le retorcía el estómago y se moría de ganas de escribirle pidiéndole que le confirmara rápido porque se estaba muriendo de la ansiedad. Él nunca le daba bola y avisaba cuando se le cantaba el culo. Ya lo conocía. Era imposible decirle un horario porque Martin hacia lo que quería.
Ese día le pareció extraño que él la invitara a su casa. Me está reconociendo como su chica, le dijo a su amiga. Ella le contestó que no se ilusionara, que ya había ido mil veces a su casa y seguía siendo solo un garche. Soledad se enojó y le dijo que no fuera envidiosa, que Martín la amaba y que era obvio que ahora la estaba invitando porque se había dado cuenta de que con  nadie compartía todo lo que compartía con ella. En algún momento estos flacos se miran al espejo y quieren estar con alguien, le había dicho una vez, cuando le pase esto voy a estar ahí parada y te juro que no se me escapa ni en pedo.
Cuando entró al departamento, con olor a humedad entre otras cosas, él le pidió que se sentara a un costado y siguió en la suya. Sonaba de fondo una música extraña que parecía más ruido que otra cosa. Estaba tirado en el suelo, en medio de una pila de ropa, viendo el techo con la mirada perdida. Parecía muerto por dentro. Como si en realidad no estuviera ahí. Como si su cuerpo fuera un cacho de carne que alguien se hubiera dejado olvidado en aquel sucio lugar. Cada tanto volvía en sí, agarraba el celular, contestaba algún mensaje y se perdía de nuevo en ese trance infinito. Soledad lo miraba, extrañada, deseando más que nada entrar en su mente y saber qué pasaba ahí adentro.
Le pidió que cocinara algo. Dale piba que me muero de hambre, le dijo. Ella salió despedida y fue corriendo a la cocina. La heladera estaba vacía. No tenés nada, le gritó. Él le contestó que fuera copada y que se las arreglara con lo que había. Agarró un par de huevos y le hizo un omelette. Quiso tirar un pedazo de carne en la sartén pero tenía una baranda asquerosa. Se imaginó haciendo eso todos los días. Sonrió. ¿Qué se sentirá ser la mujer de un hombre como este? Estaba segura de que lograría llevarlo por el camino correcto. Si yo viviera acá estaría todo mucho más ordenado y la heladera nunca estaría vacía, se dijo. Pobrecito, debe morirse de hambre.
Martín se había parado en la ventana a fumar un cigarrillo. Estaba en pelotas y no le importaba en absoluto que los vecinos pudieran verlo. Ella lo miraba desde la cocina, sin poder creer que todo eso fuera para ella. Porque confiaba en él y sabía que no se estaba acostando con otras. Sus amigas la retaban, opinaban que era demasiado confiada y que no iba a terminar bien si seguía creyendo en los tipos malos. Lo que pasa es que yo sé que atrás de esa cáscara de metal hay un pibe dulce, tierno y romántico, decía ella como si cada una de sus palabras tuvieran sentido.
Lo conoció de pura casualidad. Él trabaja como tatuador en el local de una galería medio abandonada. Ella fue hasta ahí para acompañar a una conocida que quería averiguar por uno de esos tatuajes que se ponen de moda y que pierden sentido con el correr de los años. Martín le preguntó el nombre, Soledad se lo dio. Y a los días estaban hablando por Facebook como si se conocieran de toda la vida. En el primer encuentro serio, donde ya no eran dos desconocidos sino dos formas que buscaban enlazarse en una sola, él le vendió un personaje idílico. Amaba la meditación, la vida llena de aventuras, viajar y estaba rodeado de amigos. No puede ser un forro si tiene tantos amigos, pensó ella. Y como en cada una de sus experiencias amorosas, estaba equivocada.
De ahí en adelante se vieron una ver por semana. O cada dos semanas, cuando las cosas se ponían complicadas. Martín solo le escribía si le pintaban las ganas de coger. Voy para tu casa, caigo después del laburo. Ella nunca decía que no. Jamás. Intentaba hacerse la difícil pero cedía a los pocos segundos. Si estaba cenando con amigas o paseando en la otra punta de la ciudad volvía corriendo. Él la recibía sin bañarse y con la misma ropa de la última vez.
Se saludaban. Nunca un pico ni un abrazo acalorado. Ella se moría de ganas pero no daba quedar como una desesperada –no más de lo que ya quedaba usualmente-. Miraban alguna película europea sin ningún tipo de trama, aburrida e imposible de entender. Él se quedaba dormido. Soledad lo despertaba, ahora cariñosa. 
Martín la besó sin ganas. Cogieron y se quedaron dormidos.
Terminó de cocinar y se dio vuelta, con el plato servido y una sonrisa por sentirse en el lugar en el que siempre había querido estar. Esperó verle el culo flaco de espaldas a la ventana. Había pensado en hacerle algún chiste, para descontracturar.
Empezó a gritar. Sé que estás escondido amor, dijo. Casi se muere de la vergüenza cuando escuchó el “amor” que resonó entre la mugre de las paredes.
Martín no estaba por ningún lado.
En la calle el mundo era más gris que de costumbre. La gente caminaba lo más tranquila despreocupada por el hecho de que su novio hubiera desaparecido. Bueno, todavía no era su novio pero la había invitado a su casa y eso quería decir algo. Un garche no te invita tantas veces a su casa ni te pide que le cocines. Aunque Martín era una persona muy especial y no era justo para el resto de la humanidad que se los midiera con la misma vara.
Todas las noches acababa en el mismo bar de mala muerte. Lo recordó porque mientras él gateaba con otras minitas ella se retorcía en su cama ahogada en un mar de lágrimas. La mataba no poder quejarse, no tener la libertad de mandarlo a la puta que lo parió porque en los hechos no eran nada más que una compañía pasajera.
Bajó a las apuradas por las escaleras del antro.
Tardó mucho en encontrarlo, por culpa de un grupo de pibas que se había agolpado en medio del lugar. No estaba como siempre apoyado en la barra con su vaso de fernet, ni bailando con los nabos de sus amigos que se habían ido al pequeño patio a fumar.
Cuando Soledad le recriminaba sus noches de joda, de un modo sutil que aparentaba indiferencia, Martín le contestaba que no podía hacerse cargo de lo que pensara la gente, que él no era un gato y que solamente le gustaba divertirse.
Un par de meses atrás había ido al antro con unas amigas para comprobarlo con sus propios ojos,  pero las dos veces él abandono el sucucho a los minutos de verla.
No se puso nerviosa. Ni le temblaban las manos. Caminó decidida hasta la columna en donde él estaba apoyado y se le paró enfrente. Le dijo que era un forro, que estaba cansada de que siempre le hiciera lo mismo y que se fuera a la mierda. Él la miró extrañado, como si aquella loca que se acercaba a increparlo no ocupara ningún lugar en su vida, como si fuera sólo un fantasma gritón y molesto.
Una minita lo estaba abrazando. Se le colgaba del cuello como si fuera un collar de oro que de ninguna manera podía caerse al suelo. La chica se reía mientras la miraba. Soledad trató de llevárselo con ella pero Martín la empujó. La desconocida le tiró una trompada y le comió la boca a Martin que revoleaba la cabeza sin entender lo que estaba pasando. 
Soledad se fue encogiendo, haciéndose cada vez más pequeña hasta desaparecer en el aire.



Ph: Flora Borsi

Comentarios

  1. Tremendo el cuentito, jajajaj
    Más sadismo y más masoquismo ya sería perversidad pura, o demencia o insania.
    Te deja estupefacta, aunque hay momentos en que se nota que hasta lo que ella piensa sale de la mente de un hombre, que supongo desde el machismo extremo así la imagina.

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