El hombre impaciente

   

 El hombre estaba sentado en las piedras. Visto desde afuera parecía que contemplaba el mar y cómo las olas rompían en la escollera. Pero aunque sus ojos estuvieran ahí su cabeza estaba en otro lado. Ella le había dicho de verse a las cinco, en la cabina de los guardavidas que a esa altura del año parecía una casucha abandonada. Eran las seis y todavía no había llegado. Tampoco contestaba los mensajes. Al principio se enojó, la insultó en todas las formas y colores. Ahora se empezaba a preocupar.
Nunca tardaba demasiado. Cuanto mucho diez o quince minutos si el colectivo se había demorado. No más que eso. De hecho odiaba la impuntualidad. De chicos él era el que se demoraba haciendo otra cosa y siempre la dejaba de garpe. Se habían peleado mil veces por el mismo tema. A los 18, cuando empezaron a salir, la situación no cambió. El hombre seguía colgándose como todo ariano y ella lo mandaba a la puta que lo parió. Una, dos, mil veces.
Trataba de recordar qué lo había enamorado. Quizás fue la costumbre. La rutina. Los años pasaron y se convirtieron en una pareja seria. Se distrajo y cuando volvió a mirarla estaban juntos desde hacía seis años. La única razón por la que no se habían asesinado era que no vivían bajo el mismo techo. La convivencia es una mierda, le decían sus amigos. Y en eso les hacía caso.
La mujer era coqueta, necesitaba tomarse su tiempo para vestirse y maquillarse antes de salir a la calle. No porque tuviera una obsesión desmedida por lo estético sino porque era una forma de mimarse a ella misma. Él la esperaba en la puerta del baño, golpeando cada cinco minutos y rezongando porque llegaría tarde a una reunión que seguramente no le producía ningún tipo de interés. Cuando ella salía, caminando despacio, lo miraba directo a los ojos y le tiraba un beso al aire. Siempre se la veía despreocupada, como si más allá de las fronteras de su realidad no existiera nada que le importara.  El hombre se movía nervioso y se acercaba a la puerta con la campera puesta. La mujer lo agarraba por la nuca, le pedía que se relajara y le daba un beso en el cuello. Él se calmaba y caminaba hasta el auto que lo esperaba al final del camino.
Esperar le generaba violencia. No importaba cuál era el motivo, perder dos o tres minutos de su vida le parecía un despropósito. Se sentía atacado, como si la otra persona se estuviera riendo de él. 
El mar estaba embravecido. En la arena, con los pies húmedos y descalzos, sentía que el agua era una extensión de su propio cuerpo. Se preguntó si el mar no esperaba nada de los visitantes melancólicos que llegaban hasta ahí para ahogar sus penas en la orilla. Supuso que sí, que esa era la única razón por la que, de tanto en tanto, sufría ataques de ira y golpeaba con violencia contra las rocas enmohecidas.
Se había recostado en la arena. Una viejita que paseaba al perro le hizo pensar en su madre. Era petisa y de caderas anchas, igual que ella. Su madre era de las personas que se demoran sin motivo aparente y prefieren salir a lo ultimo, después de revisar si las hornallas estaban cerradas o si había salido en la pared una nueva mancha de humedad. Tenía una rutina que a él le resultaba insoportable. Una vez cambiada, tras probarse ropa durante media hora le dejaba alimento al perro, le cambiaba el agua, volvía a revisar las hornallas, se miraba en el espejo para comprobar que había hecho una buena elección (en el mejor de los casos no se arrepentía). Su padre la esperaba en la puerta, a los gritos. El  hombre pensaba que en un par de años se parecería a su padre.   A su hermana más chica no le importaba nada. Seguro estaba correteando en el patio, revolcándose con el perro o haciendo alguna de las suyas. Salían a buscarla a último momento cuando se daban cuenta de que no estaba sentada en el auto. Al final de la lucha de miradas su madre les decía que ya estaba lista, jugando al extremo con los nervios de todos ellos.
Tuvo el mismo problema en el trabajo. Estaba en la empresa desde hacía cinco años y su jefe aun lo confundía con el de la limpieza. No señor, le decía él, yo estoy en la parte de ventas. El tipo lo miraba callado, con esa ojeada escrutadora que el hombre impaciente tanto temía, dejaba correr el reloj subiendo y bajando la mirada desde el asiento en donde él estaba hasta una pila de papeles que descansaba sobre el escritorio. Cada vez que se daban ese tipo de reuniones el hombre temía que lo despidieran. Era en líneas generales un buen empleado pero le resultaba imposible no sentirse atemorizado por ese tipo tan adusto y corpulento. El jefe agarraba la lapicera y la golpeaba contra el escritorio, sin decir palabras. Él sabía que no podía abrir la boca, cualquier cosa que dijera iba a ser usada en su contra. Lo aturdían el ruido del reloj –ese tic tac irritante –,  la lapicera, los zapatos del jefe chocando contra la pata del escritorio, las voces estridentes de las clientas enojadas en el salón que llegaban hasta ahí arriba. Tenía ganas de pedirle por favor que acabara con la tortura. Sabe que me mata la intriga, le decía, no me haga esto. El tipo ni se inmutaba. El hombre impaciente agachaba la cabeza y se mantenía duro en la silla giratoria, con las piernas cruzadas y mordiéndose las uñas con ese temblor espantoso que le provocaban las situaciones estresantes.
La viejita seguía paseando por la orilla. No parecía tener ningún apuro. No sabía porqué pero la imaginaba sola. Tal vez su marido hubiera muerto hacía varios años y sus hijos no la visitaban lo suficiente. Supuso, también, que el perro se había convertido en un compañero de viajes y que a él no le molestaba tener que esperarla cuando ella buscaba ropa elegante para ponerse en sus salidas matinales.  
El hombre se miró las manos y estaban arrugadas.
El mar y el cielo se habían tornado grisáceos y cuando intentó hablar su voz era un hilo delgado. Quiso gritar la puta madre pero no pudo. Se paró de golpe en una de las piedras y como esta no era muy grande casi se cae al agua.
El reflejo que apareció en el mar no era el suyo. Era la sombra movediza de un viejo decrépito . Su cara estaba llena de arrugas y sus ojos caídos mostraban una mirada triste  que cargaba el peso de los años.
Qué mierda pasa, gritó con voz firme.
Buscó el celular en su bolsillo, como un acto reflejo, pero ya no estaba. Por detrás, la ciudad también parecía vieja. Algunos edificios asomaban abandonados ante sus ojos  y los otros se caían a pedazos, pero tenían luces prendidas como si adentro hubiera alguien. Quizás buscando ropa o revisando si había cerrado las hornallas.


Ph: Xetobyte




Comentarios

  1. Muy buen cuento... casi diría que terminó anhelando perder esos minutos que se usaban en buscar la ropa o revisar si estaban cerradas las hornallas, mientras él se impacientaba. Nunca sabremos si lo que hoy detestamos mañana lo anhelaremos.

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  2. Así es, el tiempo es fugaz e impredecible. Esa era la idea. Gracias por comentar.

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