El pecador



El padre Manuel cerró la vestimenta con una estola roja y se persignó frente al altar de la capilla. Hacía una hora, en ese mismo lugar, había terminado de dar la última misa del día. Aún podía oír el suave quejido de las señoras mayores y el llanto de los niños que arribaban sin saber lo que estaban haciendo. Dió vueltas por el edificio, recorriendo las imágenes del viacrucis que adornaban el sitio. Después, tomó una copa de vino y se encerró en su habitación a escuchar la radio.
Las misas de los miércoles le resultaban aburridas porque no había nadie más que viejas fanáticas o personajes patéticos y sufrientes que acudían en su ayuda, creyendo que él era su única salida. Había perdido el optimismo hacía mucho tiempo. Ya no existía la motivación por la que se había metido en aquel mundo, ni las ganas de ayudar, ni el deseo pujante por redimirse de todo lo malo que había hecho. Sólo quedaban la rutina y los escapes.
No pudo evitar que los recuerdos lo atacaran. Había adquirido la costumbre de golpearse la mano con un pequeño látigo cada vez que alguna de las reiteradas imágenes lo invadía. Eso hizo. Se puso de pié tras un ventanal que daba al pequeño patio y azotó su propia mano hasta que la escena del pibe arrodillado pidiéndole que no le bajara el pantalón, porque no quería que lo lastimara, se borró de su cabeza tan rápido como había llegado. Solía tener recaídas pero el primer golpe era el más duro. Con el correr del tiempo las víctimas se iban acumulando y con ellas los gritos en su cabeza.  
Estaba sólo. La gente del pueblo dormía la siesta y el resto de las personas que lo ayudaban en su labor pastoral seguían con sus vidas fuera de allí. Él era el único que no tenía nada más que eso. A los treinta decidió dedicar su vida por entero a dios y no se arrepentía en absoluto. Bueno, a veces sí se arrepentía pero por el bien de su prestigio nadie podía saberlo. Quienes compraban la fachada, el disfraz, lo veían como a un hombre decente. Acudían  a él para pedirle ayuda, incluso consejos para resolver conflictos familiares. El cura del pueblo era más querido que el intendente. Tal vez porque se hallaban estancados en el tiempo, o por las pesadas mochilas que todos cargaban en sus espaldas.
Cuando se sentía así, agobiado, se paraba frente a la multitud invisible y recitaba largos sermones sobre la naturaleza humana. Se los sabía de memoria. Tanto que habían perdido sentido. Recordaba haberlos escrito en el fragor de su juventud, cuando las ideas aún vibraban a flor de piel y el sacerdocio no era una costumbre sino una vocación.
Afuera caía la tarde. El pueblo era silencioso, salvo los fines de semana o los días festivos. Ese día no fue la excepción. Sólo se escuchaba su voz resonando entre las paredes de ladrillo.
Una bocanada de fotografías empezó a caer como cuchillos que se clavaban de a uno en su cabeza. Cerró los ojos para espantarlas pero las caritas seguían ahí. Lo normal era que las fotos aparecieran sin atropellarse pero esa tarde la situación se volvió inmanejable.
Pudo haber sido un sueño. O quizás no. Pero en el segundo en el que su locura pareció mermar, cuando el ojo de la tormenta extendía su calma frente a los murales coloridos y avejentados, los chicos comenzaron a materializarse de a uno sobre los bancos de madera. Todas las caras le resultaron familiares. Los pibes lo miraban gimiendo de dolor, las voces se amontonaban unas con otras, los cuerpitos desnudos se confundían entre sí. Su mente era un caos arrollador que le aplastaba el pecho y le quitaba el aire. Desde el primero, al que solía encerrar en el comedor para obligarlo a tener sexo mientras leía la biblia, hasta el último, un pequeño regordete que entró en el confesionario arrepentido de haber discutido con su hermano y no salió sino una hora después con los ojos bañados en lágrimas.
El padre Manuel se puso a gritar, desesperado. Corrió de un lado a otro, pateando los bancos, arrancando los pupitres de raíz con la misma fuerza con la que apretaba los brazos de sus víctimas para que no se movieran. Caminó hasta un pequeño cuarto, casi oculto junto a la estatua de María, y sacó de un mueble desvencijado un bidón con alcohol etílico. Fue hasta el centro del edificio, justo bajo la cúpula de vidrio, y roció su cuerpo. El olor se extendió por cada rincón de la iglesia. 
     Los chicos lo seguían de un lado a otro, como grilletes enquistados en sus tobillos. A muchos no logró reconocerlos. Pero si identificó la sensación de tristeza que reflejaban sus ojos.  Revoleaba la cabeza como quien sabe que alguien está a punto de atacarlo por la espalda. Las voces penetraban en su cabeza y le taladraban el cerebro, llevándolo de viaje a una época que creía borrada para siempre. 
Sacó de uno de sus bolsillos un encendedor pequeño que usaba de vez en cuando para fumar a escondidas. Dios lo verá de todos modos, le dijo la monja una vez que lo encontró inhalando el humo de un cigarrillo detrás de una columna. Pero ya no le temía al infierno. Sabía que sobre su conciencia cargaban crímenes mucho más oscuros que las llamas del averno. En todo caso, y si tenía suerte, dios sería como sus hermanos sacerdotes que no lo juzgaban e incluso le habían dado una mano para esconder la mierda debajo de la alfombra.
Se arrodilló. Lo primero en encenderse fue su ropa, después su pelo, hasta terminar cubierto por una llamarada que lo envolvió de pies a cabeza. El cuerpo del hombre se chamusco y los gemidos de dolor se mezclaban con los chasquidos que nacían de las llamas. Los pibes marchaban alrededor del cura con una sonrisa triste y vacía, con los ojos estacionados en el fuego pero perdidos en las heridas emocionales que sanaban al calor del cuerpo carbonizado. 





Ph: Diggie Vitt


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