Una cosa rara que no era garche ni relación




Caía la tarde. Nacho estaba cruzado de brazos, mirando a una linea invisible que lo separaba del hombre que tenía enfrente. Si las cuentas no le fallaban, pasarían al menos dos semanas hasta que volvieran a verse. Había perdido las esperanzas de que esa cosa rara se convirtiera en una relación. Quería decirle que se estaba enganchando, que necesitaba un ultimatum porque terminaría mal de la cabeza. Se imaginaba corriendo a los gritos por la calle, desesperado, frenando a la gente y pidiéndoles ayuda.
Tenían esa cosa rara desde hacía dos años. Nacho fue a comprar un atado de puchos al kiosco en el que trabajaba. Volvió al otro día, y al siguiente, hasta que Hugo captó la indirecta y le pidió el número. Al mes lo invitó a su casa. Le dijo que caería a las nueve, pero eran las diez y media y aún no había tenido noticias suyas. “Vas a venir o no” le escribió, después de pensarlo un rato largo. Lo más lógico era pensar que lo dejaría plantado. Después de todo, no sería la primera vez que se lo hacían.
Apareció en su departamento algunos minutos pasadas las doce, con la ropa del gimnasio recién transpirada. Tomaron unas birras, hablaron boludeces y terminaron cogiendo en la ducha, después de que Nacho le pidió que se bañara para quitarse el mal olor. Le contó que le gustaba hacer yoga, que no elegía a la gente por su cuerpo y que prefería una buena charla antes que un polvo rápido. Le creyó. Siempre les creía. Al tiempo, se enteró de que nunca había practicado yoga, de que lo único que miraba de un tipo era el culo y de que era incapaz de armar oraciones con sujeto y predicado. Ya era tarde.
Si le preguntaban porqué lo seguía viendo, respondía que estaba seguro de poder convencerlo. Hugo daba gestos ambiguos. Hablaba en futuro: tenemos que ir al bar del ruso, voy a llevarte al cine. Imaginarse formando parte de su vida le quitaba las ganas de salir corriendo. Después de prometerle el oro y el moro, de dormir abrazados, de sentir su respiración en la nuca, de creer que esta vez si se enamoraría, regresaría a su casa y lo encontraría en Grindr, buscando otro pibe con el que evadirse de la realidad. Lo veía venir. Incluso ahora, teniéndolo desnudo, cruzado de piernas, tirándole el humo de un pucho en la cara, mirándolo con ojos brillosos.
Sentía que estaba condenado a morir solo. Tal vez era miedo. Si se animaba a reclamarle algo, Hugo le diría que era un intenso, que no sentía de la misma manera, que no estaba preparado para tener una relación, que si fuera por él le alcanzaba con estar varados en medio de esa ruta que unía el garche casual con la relación seria; discutirían, daría un portazo y se iría para siempre. A fin de cuentas, los hombres lo abandonaban, o lo cagaban con otro, o eran felices al lado suyo hasta que caían en la triste realidad, descubrían que se aburrían y preferían comenzar una vida nueva llena de aventuras al lado de otra persona.
Se miraron. Estaban al borde de un abismo que en realidad era la cama de dos plazas de un hotel en capital. Hugo se limpió la pija con una de las toallas que le dieron en la recepción. Observó el reloj en la pantalla del celular. Si la escena hubiera sido con otro pibe, con uno de  esos con los que se encamaba esporádicamente, se habría cambiado rápido para después mandarlo a cagar. Con Nacho no podía comportarse de esa manera. Lo quería. O quizás “querer” fuera un verbo excesivo y tan sólo le gustaba pasar tiempo con él, lo suficiente como para repetir pero no tanto como para ponerse en pareja. Un absurdo punto medio lleno de emociones inconclusas.     
No esperaba que durase tanto. En sus experiencias anteriores lo que pasó fue que, tenían sexo un par de veces, él desaparecía, la otra persona reclamaba hasta el hartazgo y Hugo lo mandaba a la mierda de la manera menos elegante. Nacho era distinto, más intenso que cualquier otro y, al mismo tiempo, más seductor. Nunca le reclamó nada, no se quejó por sus metidas de pata y notaba en sus ojos que lo mataría si tuviese la oportunidad.
Nacho quedó en silencio. Sabía que cada beso estaba destinado a ser el último, que cada gemido quedaría grabado en su memoria. A veces lo tocaba para saber si era real. Luego lo escuchaba hablar de su día en el gimnasio y de cuánto le gustaban los chicos marcados y no entendía qué carajos le parecía tan atractivo. Una voz en su cabeza lo llevaba a odiarlo. Pero no valía la pena desperdiciar el momento con un berrinche adolescente. Desde que lo conoció, y cada vez que se vieron, todos sus ataques de ira murieron antes de nacer, dominados por la posibilidad constante del final que los asechaba a la vuelta de la esquina.
Llovía. La gente caminaba sin destino, con los ojos perdidos en el suelo. La noche era gris y oscura. Volvieron a mirarse, esta vez cubiertos por una cortina de agua, frente a las puertas del hotel. Estaban nerviosos. Buscaron en sus cabezas algo para decir pero no se les ocurrió nada. Hugo pensó en hacer lo de siempre: le diría “chau, hablamos”, se iría a su casa y tomaría distancia, hasta la próxima vez que le pintaran las ganas de verlo. Le apoyó la mano en el hombro y se acercó despacio. Nacho lo frenó, como nunca había hecho, estirando el brazo y empujándolo para atrás. Le clavó los ojos entre ceja y ceja. No se dejó amedrentar ni por la lluvia, ni por Hugo, a punto de hablarle con ese tono tan seductor. Tomó aire para dejar salir las palabras, firmes, sin titubear. Le temblaban las manos y no le importó. Tampoco le importó que Hugo se riera. Se escuchó diciéndole que estaba harto, que lo habían mareado sus vueltas, que prefería agarrarse las manos contra la puerta antes de pasar un minuto más esperando a que se dignara a escribirle un mensaje de buenos días. Estuvo a punto de desmayarse. Hizo fuerza para mantenerse en pié. Sabía que estaba hablando pero no entendía sus propias palabras. Hugo no lo interrumpió en ningún momento. Nacho se limpió las lágrimas con el puño de su campera, le dio un beso en la mejilla y se fue caminando hasta un taxi que parecía esperarlo en la parada de la esquina.




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