Cuento: Delicias de la madurez



Gabriel era mucho más grande que yo, como suele pasar con los amigos de mi viejo. No te metas ahí, pelotudo, te lleva mil años. Es para quilombo. Pero no les di bola y me metí. Todo empezó como un juego. Fue más fuerte que nosotros. Me tocaba el culo cuando estábamos solos, sonreía y traía regalos. Lo peligroso se torna adictivo cuando uno no logra separar la ficción de la realidad. Y Gabriel, para mí, era un peligro.
Me agarró fuerte de la muñeca y me llevó hasta un auto que estaba estacionado a mitad de cuadra. Quise hablar pero puso un rictus serio y pidió que guardara silencio.
Entramos en el garaje de un edificio. Era de noche y las luces estaban apagadas. Me arrastró hasta el ascensor, que se encontraba a unos pocos metros. No tuve opción.
El departamento era un cuarto oscuro, con olor a encierro y humedad. No supe si tenía permiso para hablar así que preferí seguir callado. Él se tiró encima mío, arrancó mi remera, desabrochó mis jeans y revoleó las zapatillas. En menos de un minuto quedé en bolas. Tenía ganas pero al mismo tiempo estaba aterrado. Apretó mi culo con las dos manos y me puso contra la pared. Creí que me daría una trompada, o que me ataría y me dejaría allí. Cuando volví a la realidad, Gabriel estaba chupándome el orto, metiéndome la lengua hasta el fondo, como si tuviera más músculos allí que en el brazo. Entró en mi cuerpo de una manera brutal, sumergiéndose en las profundidades de lo desconocido y apretando mi cuello con su mano huesuda. Lo escuché llorar mientras me daba nalgadas. Por las dudas, permanecí duro, apoyándome en la pared y empujando mi cuerpo hacia atrás, para hacérsela más fácil. Acabó en mi cara y me dio un bife. 
Se vistió. Yo me acosté, con los ojos perdidos en el techo y las manos a un costado. Él prendió un pucho y tomó las llaves; caminaba en círculos. Yo gateaba entre los bultos que decoraban el departamento.
Sólo te uso y te tiro, servís para eso. Nada de romanticismos. Nada de un después. Vas a ser mio cuando yo tenga ganas. Y si llegás a abrir la boca te rompo la jeta.
Abrió la puerta del coche y me empujó en la esquina. Tirado en el suelo, con la cara hundida en la tierra, sentí que el auto se alejaba y lo imaginé al palo, prendiéndose un pucho y llorando en silencio.




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