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Mostrando entradas de agosto, 2018

Cuento: El velorio de la abuela

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Art: Gabriel Isak Es estúpido revolver el cajón de las cosas muertas. La tierra cubre el cadáver, el cadáver se pudre en un ataúd lleno de agujeros, los agujeros dejan paso a los gusanos que mañana también serán primero polvo y después nada. Mi familia tenía la costumbre de velar a sus muertos en la sala de estar. Comíamos alrededor de ellos, seguíamos con nuestras rutinas hasta que el olor se volvía insoportable y teníamos que incinerar el cuerpo o enterrarlo en el jardín. Nuestra forma de recordarlos era convertirlos en partículas de aire, volverlos música. Nunca nos interesaron los cementerios. La última en partir fue la abuela Greta. La tuvimos allíí con la vista perdida, aunque sus ojos estuvieran cerrados, toda una semana. Llegamos a olvidar que compartíamos la casa con un muerto; el olor nauseabundo se convirtió en otro integrante de la familia. Una vez se me ocurrió preguntar de dónde venía semejante costumbre. Mi madre, compungida, como si hubiera tocado un

Cuento: La guerrera verde y el soñador entangado

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Art: Elisa Riemer Las estridencias de la normatividad me desfiguran mientras camino por un sendero poco luminoso. Sus ojos se asoman de entre unos árboles que no dicen nada, árboles sin forma ni color que alguien puso ahí para hacer de cuenta de que aquello no es un cementerio maloliente. Sus ojos dicen “muerte”, dicen “acá no te queremos, puto de mierda”, dicen “el mundo es un lugar terrible para estirar el brazo por encima del agua”. Las voces nunca se apagan, me acompañan hasta un punto en el que las flores mueren antes de nacer, un cantero lúgubre y pantanoso, rodeado por un charco de mierda líquida. Es el único sitio en el que uno puede sentarse a descansar los pies. Me aprieto la nariz para que el olor no me descomponga y me acomodo entre unas rosas negras, con más espinas que tallo, y las caléndulas, que de tanto anunciar la tristeza acabaron por verse transparentes, sin forma, con una tez opaca y descolorida que te permite ver para el otro lado. Estoy distraído, trat

Cuento: Sexo y revancha en la tetera

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No recuerdo por qué discutimos, pero salí de su casa hundiendo mis pies en la calle de tierra y clavándole la mirada a la gente que caminaba por el barrio. Las dos cuadras que separaban su casa de la parada de colectivos fueron interminables. Esperaba que se acerque corriendo a pedirme perdón. Como si hubiera tenido algo de qué disculparse, como si los conflictos no surgieran de un choque frontal entre dos opiniones distintas, dos formas diferentes de ver la vida, dos burbujas estrellándose la una contra la otra. El micro estaba vacío. Pasé todo el viaje mirando el teléfono. Me encontré desorientado. Redacté un mensaje donde le decía que no quería que estuviéramos peleados. Lo borré. Al escribir de nuevo le puse que lo amaba. Volví a borrarlo. Bajé del micro como si me hubieran cagado a palos. La ciudad se hallaba invadida por una calma aterradora. Entré al shopping, para despejar la mente. Apagué el teléfono por si se le ocurría llamarme. No hubiera sabido qué contestar. E

Cuento: Todos aman a Daniel

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Marina   lloraba de rodillas mientras su marido la fajaba. Él era un hombre petiso, regordete y con cara de bueno.   Hablaba con todo el mundo,   ayudaba a las señoras a cruzar la calle y hacía   favores sin que la gente se los pidiera.  Todos amaban   a Daniel, excepto   ella. El departamento era oscuro. Las telarañas y el polvo invadían los rincones. Sobre una silla vieja se elevaba una inmensa pila de ropa sucia. Hacía mucho tiempo que las ventanas estaban ocultas bajo una cortina bordó. En otro momento, cuando recién comenzaban a salir, era más fácil que recibieran visitas. Armaban cenas con juegos de mesa y tomaban hasta quedar mareados. Pero eso fue cuando el matrimonio aparecía en el horizonte como la soga que los salvaría del abismo.  Llevaban diez años de casados. En el primer episodio fingió bien. Al principio Marina compró el personaje.   Las cosas   marchaban sobre ruedas, la basura se amontonaba debajo de la alfombra, hasta que un día se le ocurrió la terribl