Cuento: El velorio de la abuela

Art: Gabriel Isak

Es estúpido revolver el cajón de las cosas muertas. La tierra cubre el cadáver, el cadáver se pudre en un ataúd lleno de agujeros, los agujeros dejan paso a los gusanos que mañana también serán primero polvo y después nada. Mi familia tenía la costumbre de velar a sus muertos en la sala de estar. Comíamos alrededor de ellos, seguíamos con nuestras rutinas hasta que el olor se volvía insoportable y teníamos que incinerar el cuerpo o enterrarlo en el jardín. Nuestra forma de recordarlos era convertirlos en partículas de aire, volverlos música. Nunca nos interesaron los cementerios.
La última en partir fue la abuela Greta. La tuvimos allíí con la vista perdida, aunque sus ojos estuvieran cerrados, toda una semana. Llegamos a olvidar que compartíamos la casa con un muerto; el olor nauseabundo se convirtió en otro integrante de la familia. Una vez se me ocurrió preguntar de dónde venía semejante costumbre. Mi madre, compungida, como si hubiera tocado una fibra sensible de su árbol genealógico, me dijo que era un pendejo desubicado. Acabó por explicarme que antes solían hacerlo para estar completamente seguros de que el pariente estuviera muerto. Nadie soportaba la idea de imaginar al pobre fulano despertando bajo kilos de tierra o segundos antes de ser evaporado por el fuego de un horno industrial. Me puse a pensar en que quizás existían familias con vivencias más alocadas que las nuestras, personas que partían el cuerpo en pedazos, tiraban las partes a la parrilla y devoraban al tío Roberto en el asado del domingo viendo River contra deportivo culo; el tío Roberto quedaba para siempre en sus corazones, y durante un rato también en sus estómagos. Al menos no llegábamos a semejante extremo.
Mi abuela permaneció recostada sobre una pequeña mesa ratona, con los brazos extendidos y la misma ropa que llevaba la mañana que la encontramos convulsionando en el patio de su casa. Nos aferramos a ella,  la miramos esperando que se levante de un salto, cagándose de risa, o que nos diga que éramos todos unos imbéciles y que la comida estaba fea. Nos aferramos a la idea de inmortalizarla, al menos como un adorno más, como el florero ese que compramos en un bazar porque nos pareció hermoso, único, no puedo creer que no lo haya visto antes, es tan bello que cambiará mi vida para siempre, daría mi alma por él, y ahora lo tenemos abandonado en un rincón oscuro y de pedo no lo guardamos en el placar para que no ocupe espacio. La abuela Greta, después de una semana de pudrirse en silencio, también comenzó a ocupar espacio, entonces, sin mediar palabras, decidimos que había llegado la hora. Tenía la creencia de que en una de sus vidas pasadas la habían enterrado viva y no quería repetir la experiencia. A mi me prenden fuego y a la mierda, se cansó de repetir los últimos días.
El cuerpo desapareció entre las llamas. Nos quedamos allí, agarrados de las manos. El cielo comenzó a oscurecer. Los dedos chamuscados eran casi polvo. Todos nos fuimos desintegrando con ella. Una parte nuestra murió en el fuego. No pude dejar de preguntarme si mi abuela no habrá estado viva cuando el fuego rostizaba su carne, si no habrá agonizando bajo las llamas, si no habrá querido pedir que la saquemos de allí pero enmudeció yerma y sumergida en un estado catatónico. Me pregunté si tuvimos la culpa, si no fuimos nosotros quienes la obligamos a ser una con el polvo y la nada. Quizás desayunamos el pie del abuela el sábado cuando nos levantamos a las apuradas y nos dio paja caminar una cuadra hasta la panadería de Susana a comprar facturas. Quizás le arrancamos los ojos con un cuchillo porque nos molestaba que pudiera despertar y señalarnos con esa mirada acusadora que solía ponernos cuando estaba de mal humor. Quizás le cosimos la boca, medio jodiendo y medio para que no empezara a los gritos en un arrebato sonoro típico de zombie, un viernes por la madrugada a las tres y pico. Pero es estúpido revolver en el cajón de las cosas muertas; mejor dejarlas donde están y no romperles las bolas.







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