Cuento: El velorio de la abuela
Es
estúpido revolver el cajón de las cosas muertas. La tierra cubre el
cadáver, el cadáver se pudre en un ataúd lleno de agujeros, los
agujeros dejan paso a los gusanos que mañana también serán primero
polvo y después nada. Mi familia tenía la costumbre de velar a sus
muertos en la sala de estar. Comíamos alrededor de ellos, seguíamos
con nuestras rutinas hasta que el olor se volvía insoportable y
teníamos que incinerar el cuerpo o enterrarlo en el jardín. Nuestra
forma de recordarlos era convertirlos en partículas de
aire, volverlos música. Nunca nos interesaron los cementerios.
La
última en partir fue la abuela Greta. La tuvimos allíí con la vista
perdida, aunque sus ojos estuvieran cerrados, toda una semana.
Llegamos a olvidar que compartíamos la casa con un muerto; el olor
nauseabundo se convirtió en otro integrante de la familia. Una vez
se me ocurrió preguntar de dónde venía semejante costumbre. Mi
madre, compungida, como si hubiera tocado una fibra sensible de su
árbol genealógico, me dijo que era un pendejo desubicado. Acabó
por explicarme que antes solían hacerlo para estar completamente
seguros de que el pariente estuviera muerto. Nadie soportaba la idea
de imaginar al pobre fulano despertando bajo kilos de tierra o
segundos antes de ser evaporado por el fuego de un horno industrial.
Me puse a pensar en que quizás existían familias con vivencias más
alocadas que las nuestras, personas que partían el cuerpo en
pedazos, tiraban las partes a la parrilla y devoraban al tío Roberto
en el asado del domingo viendo River contra deportivo culo; el tío
Roberto quedaba para siempre en sus corazones, y durante un rato
también en sus estómagos. Al menos no llegábamos a semejante
extremo.
Mi
abuela permaneció recostada sobre una pequeña mesa ratona, con los
brazos extendidos y la misma ropa que llevaba la mañana que la
encontramos convulsionando en el patio de su casa. Nos aferramos a
ella, la miramos esperando que se levante de un salto,
cagándose de risa, o que nos diga que éramos todos unos imbéciles
y que la comida estaba fea. Nos aferramos a la idea de
inmortalizarla, al menos como un adorno más, como el florero ese que
compramos en un bazar porque nos pareció hermoso, único, no
puedo creer que no lo haya visto antes, es tan bello que cambiará mi
vida para siempre, daría mi alma por él, y ahora lo
tenemos abandonado en un rincón oscuro y de pedo no lo guardamos en
el placar para que no ocupe espacio. La abuela Greta, después de una
semana de pudrirse en silencio, también comenzó a ocupar espacio,
entonces, sin mediar palabras, decidimos que había llegado la hora.
Tenía la creencia de que en una de sus vidas pasadas la habían
enterrado viva y no quería repetir la experiencia. A mi me prenden
fuego y a la mierda, se cansó de repetir los últimos días.
El
cuerpo desapareció entre las llamas. Nos quedamos allí, agarrados
de las manos. El cielo comenzó a oscurecer. Los dedos chamuscados
eran casi polvo. Todos nos fuimos desintegrando con ella. Una parte
nuestra murió en el fuego. No pude dejar de preguntarme si mi abuela
no habrá estado viva cuando el fuego rostizaba su carne, si no habrá
agonizando bajo las llamas, si no habrá querido pedir que la
saquemos de allí pero enmudeció yerma y sumergida en un estado
catatónico. Me pregunté si tuvimos la culpa, si no fuimos nosotros
quienes la obligamos a ser una con el polvo y la nada. Quizás
desayunamos el pie del abuela el sábado cuando nos levantamos a las
apuradas y nos dio paja caminar una cuadra hasta la panadería de
Susana a comprar facturas. Quizás le arrancamos los ojos con un
cuchillo porque nos molestaba que pudiera despertar y señalarnos con
esa mirada acusadora que solía ponernos cuando estaba de mal humor.
Quizás le cosimos la boca, medio jodiendo y medio para que no
empezara a los gritos en un arrebato sonoro típico de zombie, un
viernes por la madrugada a las tres y pico. Pero es estúpido
revolver en el cajón de las cosas muertas; mejor dejarlas donde
están y no romperles las bolas.
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