Cuento: Todos aman a Daniel
Marina lloraba de rodillas mientras su marido la fajaba. Él era un hombre petiso,
regordete y con cara de bueno. Hablaba
con todo el mundo, ayudaba a las
señoras a cruzar la calle y hacía favores
sin que la gente se los pidiera.
Todos amaban a
Daniel, excepto ella.
El departamento era oscuro. Las telarañas y el polvo
invadían los rincones. Sobre una silla vieja se elevaba una inmensa pila de
ropa sucia. Hacía mucho tiempo que las ventanas estaban ocultas bajo una
cortina bordó. En otro momento, cuando recién comenzaban a salir, era más fácil
que recibieran visitas. Armaban cenas con juegos de mesa y tomaban hasta quedar
mareados. Pero eso fue cuando el matrimonio aparecía en el horizonte como la
soga que los salvaría del abismo.
Llevaban diez años de casados. En el primer episodio fingió bien. Al
principio Marina compró el personaje. Las cosas marchaban sobre ruedas, la basura se
amontonaba debajo de la alfombra, hasta que un día se le ocurrió la terrible
idea de salir con sus amigas. Volvió media hora más tarde. Se demoró. El
taxi no llegaba y estaba lloviendo. Entró a su casa, empapada. Lo miró con los
ojos húmedos y le pidió perdón. Él, sin abrir la boca, se puso de pié y le dio
una trompada. Ella se desplomó en el suelo, desde donde lo escuchó vociferar. La
próxima vez te mato, gritaba, riéndose de una manera muy cínica, como haría
tantas otras veces a lo largo de
la relación.
Se sintió atrapada. Supo
que le costaría salir. Cuando
contaba que su marido tenía carácter fuerte, no le daban bola. Todos se ponían del lado
del tipo bueno, de sonrisa nerviosa y mano trémula, incapaz de matar a una mosca. Debés
estar exagerando, nena, Danielito es un sol. Algo
habrás hecho para hacerlo enojar.
Nunca jugaban
en su equipo, ni siquiera su propia familia. Por eso estaba arrodillada. No
quería luchar más. Tenía los brazos caídos a un costado del cuerpo. La
golpeaba con la hebilla del cinto. En cada rincón de su piel había un moretón. Me caí por las escaleras, me tropecé
en la calle corriendo el colectivo, y un millón de excusas más. Estaba
rendida ante ese hombre simpático que no dejaba
de pegarle.
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