Cuento: Sexo y revancha en la tetera


No recuerdo por qué discutimos, pero salí de su casa hundiendo mis pies en la calle de tierra y clavándole la mirada a la gente que caminaba por el barrio. Las dos cuadras que separaban su casa de la parada de colectivos fueron interminables. Esperaba que se acerque corriendo a pedirme perdón. Como si hubiera tenido algo de qué disculparse, como si los conflictos no surgieran de un choque frontal entre dos opiniones distintas, dos formas diferentes de ver la vida, dos burbujas estrellándose la una contra la otra.
El micro estaba vacío. Pasé todo el viaje mirando el teléfono. Me encontré desorientado.
Redacté un mensaje donde le decía que no quería que estuviéramos peleados. Lo borré. Al escribir de nuevo le puse que lo amaba. Volví a borrarlo.
Bajé del micro como si me hubieran cagado a palos. La ciudad se hallaba invadida por una calma aterradora. Entré al shopping, para despejar la mente. Apagué el teléfono por si se le ocurría llamarme. No hubiera sabido qué contestar.
El lugar era un círculo que podía recorrerse en menos de cinco minutos. Lo usual era repetir el camino varias veces hasta que uno se cansaba y se iba a la mierda o se metía en el baño a hacer tiempo. Elegí la segunda opción. Para variar, fui hasta el subsuelo, donde casi nunca había nadie. Con el humor que cargaba sobre mis hombros, lo ideal era cruzarme a la menor cantidad posible de gente.
Me vi dentro de un sucucho maloliente y pequeño. Había sólo una cabina y dos mingitorios; en uno de ellos meaba un señor con cara de estar pasando el rato. Era un tipo alto, desprolijo, con apariencia de hombre de negocios que había salido de su casa con la ropa de dormir. No tenía muchas alternativas así que me paré al lado suyo.
El tipo se sacudió la pija, mirándome de reojo. En otro contexto lo hubiera mandado a cagar. ¿Quién era el fulano ese para suponer que yo estaba interesado en hacerle un pete? ¿Por qué suponía que estaba en mis planes chupársela a un desconocido en un baño mugroso a primera hora de la tarde? Hubiera podido hacer muchas cosas, pero le sonreí y me arrodillé, bien predispuesto a hacer lo que se me exigía. Me agarró de la nuca y empujó lo más que pudo, sin causarme daño; no la tenía muy grande.
Escuché que alguien abría la puerta. Me paré a las apuradas y, casi por instinto, salí del lugar, sin siquiera mirarle la cara al pibe que acababa de entrar. Afuera prendí el teléfono. Nada, ni siquiera un puto mensaje. No notó mi ausencia. Volvió a invadirme la ira. Di media vuelta y entré de nuevo.  Ahora estaban los dos hombres masajeándose la pija. Aproveché mi oportunidad y me entregué al placer, un rato con cada uno.  En el silencio de la tarde invernal vi que el más joven señalaba el cubículo. Me dirigí con complicidad al hombre desprolijo, como si tuviera que pedirle permiso, y descubrí que estaba sonriendo.
Lo despedimos con un beso y mientras se iba nos encerramos. Fue rápido, el final de un viaje que ya había sido más largo de lo que ambos hubiéramos querido. Se puso un forro que traía en el bolsillo de la campera, la cual no se sacó en ningún momento, y me la puso contra la pared, tapándome la boca. 
Cuando salimos, fuimos cada uno por su lado, ignorándonos, sabiendo que no teníamos porqué volver a hablar y que en un tiempo apenas recordaríamos aquella escena.
La ciudad seguía pareciendo deshabitada. Agarré el teléfono y le escribí. “Hola amor. Perdón por mi carácter. Mañana nos vemos”. Me sentía bien.





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