Cuento: La guerrera verde y el soñador entangado
Art: Elisa Riemer |
Las
estridencias de la normatividad me desfiguran mientras camino por un
sendero poco luminoso. Sus ojos se asoman de entre unos árboles que
no dicen nada, árboles sin forma ni color que alguien puso ahí para
hacer de cuenta de que aquello no es un cementerio maloliente. Sus
ojos dicen “muerte”, dicen “acá no te queremos, puto de
mierda”, dicen “el mundo es un lugar terrible para estirar el
brazo por encima del agua”. Las voces nunca se apagan, me acompañan
hasta un punto en el que las flores mueren antes de nacer, un cantero
lúgubre y pantanoso, rodeado por un charco de mierda líquida. Es el
único sitio en el que uno puede sentarse a descansar los pies. Me
aprieto la nariz para que el olor no me descomponga y me acomodo
entre unas rosas negras, con más espinas que tallo, y las
caléndulas, que de tanto anunciar la tristeza acabaron por verse
transparentes, sin forma, con una tez opaca y descolorida que te
permite ver para el otro lado. Estoy distraído, tratando de no dejar
que gane la desesperación. Soy un arcoiris entangado que brilla en
la oscuridad de la norma.
Ella
aparece de pronto, se hace cuerpo entre la naturaleza inmunda.
Es bella, bella como nadie en el mundo, es bella porque es lucha y
coraje, es bella porque logra romper las cadenas que la ataban a su
perdición, es bella porque pudo matar al macho dándole un grito en
las pelotas. Toda verde. Sus pies firmes y resueltos que andan el
camino como nadie lo había hecho antes, son verdes. Sus piernas
alargadas, que la hacen gigante y la levantan por encima del bosque
grisáceo, también son verdes. Su pecho es verde. Sus latidos, que
son música para mis oídos, son verdes. Ella toda verde se sienta al
lado mío. Las lágrimas de cristal que antes brillaban solitarias
ahora tienen compañía. Arriba es de noche. Apenas unas estrellas
titilan desesperadas bajo un manto de smog que cubre el cielo
nocturno. Ella se para, me toma fuerte del brazo y logra que me ponga
de pie. Los ojos se ocultan entre las ramas flácidas y ya no gritan
como antes. O si, gritan, pero no los escucho porque ella me cubre
con su belleza y hace que no me importe otra cosa, incluso el olor a
mierda que sube del río tiene su encanto. Somos dos soldados de
narices frías y pecho caliente marchando a un horizonte que ambos
imaginamos colorido, sonriente y porno. Lo imaginamos dulce. Lo
imaginamos fuego, pero no vemos más allá de la mugre que la norma
dibuja para nosotros. Pasan los días. En el primero, un hombre
flacucho, que apenas camina, se nos acerca sacudiendo el brazo al
grito de “viva el macho”. La guerrera verde lo empuja con la
fuerza de uno de sus dedos y nos reímos durante varias horas,
mientras el ridículo espécimen llora y patalea en un charco marrón
que lo hunde y lo hace desaparecer en cuestión de minutos. El
segundo día nos encontramos con un cura rezándole a una paloma. El
pobre bicho está desorientado, quiere irse de ahí, pero el cura lo
tiene encerrado en una jaula pequeña. El sujeto me mira con unos
ojos aterradores, inyectados en sangre, y levanta la sotana
pidiéndome que me meta debajo. Al decirle que ya cumplí la mayoría
de edad el cura parece asustado, como si hubiera visto a un fantasma.
Lo ahorco con mi tanga llena de glitter y aprieto hasta dejarlo sin
aire. Al tercer día seguimos caminando. Sin otro destino más que
salir del bosque inmundo, transitado por ríos de mierda y árboles
otoñales. Ella me besa porque nota que estoy alterado, me da calor
con su cuerpo y me pide que nos tiremos a descansar. Mañana será un
nuevo día. Un día verde, arcoiris, entangado y con glitter. El
sendero continuará con sus gritos estridentes. Y nosotros seremos
bellos soldados de luz en un mundo de rosas negras y caléndulas
transparentes.
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