La habitación de al lado




Era de noche.
Tal vez a partir de ese día siempre fue de noche.
Las ventanas estaban cerradas y la pieza, iluminada por una asquerosa y deprimente luz amarillenta. La cama y mi cabeza estaban deshechas.
Como es afuera es adentro.
Me había sumergido en un pozo del que no podía salir. Él estaba en la habitación de al lado, la que usábamos cuando su mamá venía de visitas. Lo escuchaba roncar. Era un pequeño animal salvaje que gruñía y se retorcía entre las sábanas mojadas. Seguro estaba abrazado a su almohada favorita. En todos los años que estuvimos juntos nunca lo vi dormir sin su almohada.  
Era tan psicópata que me terminaba convenciendo de que yo era la hija de puta que había arruinado todo. Hacia unos minutos me había dicho que lo nuestro no iba para más, que estaba cansado de mis escenas de celos y que todo lo malo de la relación había sido mi culpa. Y yo, por supuesto, le creía.
Compartíamos departamento desde hacía un par de años. Nos conocíamos hacía un poco más. Cuando empezamos, él era un flaco tierno, dulce. Me escribía todas las mañanas deseándome los buenos días y antes de dormir, sin falta, me mandaba una foto suya para que soñara con él. Con el tiempo se fue endureciendo y se convirtió en un monstruo. Supongo que la rutina saca la mierda que todos llevamos adentro y así como él dejó ver su lado cruel y despiadado, yo me desnudé como una mujer sedienta de atención.
Al principio él me pareció un denso. Le decía que parara de escribirme porque tenía cosas más importantes en las que pensar. Hasta que al final terminé cayendo de rodillas a sus pies como una esclava que entrega su cuerpo y su alma a quien lo dominará el resto de su vida, o, si tiene suerte, unos cuantos años hasta que logra escaparse.
Al final no hacíamos nada más que pelear. Peleábamos todo el tiempo. Teníamos la rutina de, cada dos o tres meses, insultarnos a morir y decirnos cuánto nos odiábamos. Nos tirábamos con platos, con tazas, con insultos. Nos tirábamos con lo que teníamos a mano. Pasábamos días sin hablar y después nos reconciliábamos con una dosis grande de sexo salvaje.
Ahora sé que las ganas de coger era lo único que teníamos en común. Cuando estábamos aburridos, mirando las manchas de humedad en la pared, o perdidos en nuestros celulares para olvidar lo mediocre de la existencia, siempre terminábamos cogiendo.
Tras muchassemanas sin saber quien iba a dar el primer paso le dije que teníamos que hablar. Fui a lo fácil. Tenia claro que cuando pronunciara esa frase tan trillada el se daría cuenta de lo que seguía. Me pidió de rodillas que no lo dejara, que no podía hacerle eso. Gritaba que yo era una forra y que me iba a arrepentir de cagarle la vida. Lo mande a la puta que lo pario. Me revoleo con un vaso de vidrio que pude esquivar justo antes de que me partiera la cabeza. Y nos abrazamos un largo rato.
No tenía adonde ir así que le pedí unas semanas para acomodarme. Él me dijo que solo me daba dos días porque no era problema suyo lo que yo hiciera con mi vida. No era un mal tipo pero a veces podía ser demasiado intempestivo. Un verdadero cabrón que se enojaba por cualquier cosa. En eso era igual a su padre. Cuando quería hacerlo enojar, pero enojar de verdad, le decía que era igual a ese viejo sorete.
Todo empezó el día anterior cuando, revisándole el celular, descubrí que le mandaba fotos de pija a otras minas. Supongo que también tuvo sexo con ellas. Debí haber ganado la discusión pero él tenía mucha facilidad para darme vuelta las cosas y dejarme como a la mala de la película.
- Sos una desconfiada – dijo, con los brazos cruzados en una actitud defensiva. Trataba de no verme a los ojos y se quedaba colgado mirando la ventana como si la charla no tuviera para él la menor importancia.
- ¿Estás cogiendo con otras minas o no? – Me gustaba pararme al lado suyo y apoyarle la mano en el hombro, sacudirlo un poco y apretar hasta que reaccionara.
- Pensá lo que quieras.
El tipo se paró como si nada y me dejó hablando sola.
La misma escena se repitió con mucha frecuencia, pero esa vez los dos estábamos demasiado enojados, y demasiado orgullosos, como para pedirnos perdón. 
Seguimos peleando cuando éramos dos desconocidos habitando el mismo techo.  
La última vez no pude resistir las ganas de llorar, así que me tapé la cara y me di vuelta mientras abandonaba la habitación. Me deshice en lágrimas mirando la foto que guardaba en la mesa de luz, la que nos habíamos sacado con su cámara analógica cuando nos conocimos y que usaba como recuerdo de los buenos momentos. También peleábamos por aquel entonces y es muy probable que incluso el momento previo a sacarnos la foto haya sido una completa mierda. Pero en mi cabeza todo había sido perfecto y quería más que cualquier otra cosa volver a ese instante.
Llegó un nivel en el que no recordaba porqué habíamos discutido. Supongo que a él le pasaba lo mismo. Pero ninguno de los dos tenía la humildad necesaria como para acercarse al otro y reconocer que la había cagado.
Apoyé mi cabeza en la pared. El ronquido aún se oía pero era más intermitente, como si de a ratos algo lo despertara y le interrumpiera el sueño. Lo imaginé moviéndose para todos lados, desparramándose de un extremo a otro, subsumido en una oscuridad profunda tal y como a él le gustaba. El más pequeño rayo de luz podía despertarlo en medio de la noche.
Esperé unos segundos y traté de respirar despacio para no desconcentrarme. De fondo pude oír un susurro tenue, un hilo de voz que envolvía con dulzura los ronquidos discontinuos. Traté de calmarme,  porque siempre me pasaba lo mismo. No era raro que mi cabeza me jugara una mala pasada, que mi mente creara cosas que en realidad no existían, sólo para sacarme de quicios. Volví a concentrarme. Esta vez contuve la respiración. El murmullo era más tenue que antes por lo que me resultó imposible distinguir si se trataba del ruido del viento golpeando contra las persianas cerradas, de una mina en la pieza en la que dormía Guillermo o de un producto de mi imaginación.
No supe distinguir si había estado unos pocos segundos u horas enteras, pero me dolían las piernas de estar arrodillada y la intriga me estaba matando. Recién ahí me di cuenta de que por unas pequeñas hendijas que quedaban en la ventana entraban unos rayos de sol que señalaban el comienzo del día. Evidentemente había estado mucho tiempo tratando de adivinar lo que pasaba.
Me aturdió el silencio que parecía venir del otro lado. Deberían haberse escuchado los ronquidos, o al menos el susurro que tanto me había espantado, pero no había nada. El aire estaba viciado y yo tenía miedo. No sabía muy bien porqué, pero lo tenía. Quizás eran los celos. Quizás era la inseguridad que ya caminaba a la par mío desde hacía mucho tiempo. Me detuve, de nuevo conteniendo la respiración. Primero acerqué mi oreja a la puerta, pero no se escuchó nada. Aquel pedazo viejo de madera se me mostraba como un universo paralelo e inexpugnable.
Sostuve con firmeza la fría manija que me iba a llevar al otro lado.
Cuando entré a la habitación, que seguía estando completamente a oscuras aunque ya había salido el sol, Guillermo estaba acostado, desnudo y sobre él había una mina que se sacudía inmersa en un hipnótico estado de éxtasis. El olor de sus pieles sudadas se sentía desde el umbral de la puerta. Me quedé dura. Quise gritar, mandarlo a la mierda, revolearle con lo primero que tuviera a mano, pero no me salió hacer nada más que quedarme ahí parada, fría y sin reacción.
Ella, sin salir del trance, se dio vuelta para mirarme. Yo me alejé aterrada, sin quitarles los ojos de encima.
La tipa era igual a mi. 






Comentarios

  1. Es atrapante leerlo aunque genera la necesidad de escapar de ese estado que más que de mediocridad es de agobio y de alguien que grite fuerte: ¡Un poco de dignidad! por favor.
    ¿Se pudo ver a ella misma en esa situación de indignidad, al fin?

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

El monopolio del amor romántico

Vivir con VIH | ¿Cuándo lo tengo que contar?

La gordofobia como discurso hegemónico