La novia apocalíptica

-¿Acepta por esposo al señor Mario del Solar? - repitió el cura. Ella lo miró con la mente en blanco, repasando los momentos de la relación en los que había querido salir corriendo. Mario la escrutaba desde un costado, frente al altar, haciendo ruido con sus dedos como cuando ella lo peleaba a propósito para sacarlo de quicios. Habrá pensado que se acomodaba los lentes para hacer tiempo, que estiraba la escena para enloquecerlos a todos. El cura cambió su gesto compasivo, ese que se parecía mucho al de su padre cuando, en lugar de castigarla cada vez que se mandaba una cagada decidía suspirar profundo y decirle que no lo volviera a hacer, por otro mucho más rudo. El viejo, oculto bajo una sotana inmensa, arqueaba las cejas y estiraba su cabeza para adelante, suponiendo que con ese movimiento inquisidor empujaría las palabras de la novia y apuraría el ritual. Ella imaginó que podría tratarse de un enano sobre un banco de madera y largó una pequeña carcajada que descolocó a los invitados.
Laura volvió a acomodarse los lentes, se volteó hacia la primera fila, en donde estaba sentada su familia, y miró a su madre que la indagaba, cruzada de piernas. Si ella no la hubiera obligado a conseguir un tipo con la estúpida idea de que después de los treinta era mucho más difícil que un hombre le diera pelota, porque o ya tenía esposa o era un pelotudo que se negaba a madurar; si no la hubiera presionado diciéndole que Mario era un chico decente y con un buen trabajo, dándole a entender que los demás no habían sido más que fracasados sin futuro, soretes en el camino que iba pisando para sentir que la vida tenía sentido; si no la hubiera tratado como a una inútil, incapaz de manejarse sola, como a una chica rara que iba por el mundo peleando con la gente porque no sabía tratar a los demás, quizás no estaría ahí preguntándose cuál era la manera más rápida de sacarse el vestido. 
"Las relaciones humanas son rutas peligrosas, dan ganas de escapar a un sitio más seguro, pero en el fondo ¡Q hermoso es transitarlas a toda velocidad, sintiendo el viento en tu cara y esperando a que un camión se atraviese y te haga gritar como una loca!" le había dicho su amiga, sentada ahora en la tercera fila con un vestido blanco aunque ella lo negara y dijera que en realidad era de un color manteca amarfilado, o algo por el estilo.  
Sus hermanos, los tres demonios a los que, por el simple hecho de tener una pija colgando entre las piernas, nadie había obligado a estar en pareja, ni les habían dicho que necesitaban compañeras para enfrentar la vida, ni los habían agobiado con estúpidas frases de autoayuda, ni los habían amenazado con la soledad eterna si no encontraban a una esposa antes de los treinta y cinco, se reían como si todo aquello fuera una joda montada para cagar la vida de Laura. Qué fácil es ser hombre, pensó.  
  Su padre estaba junto a ella porque había exigido ser el padrino de la boda. No era un mal hombre pero era complicado decirle que no, ante el menor rechazo se largaba a llorar y la hacía sentir una forra. Mario había estado de acuerdo. En realidad, Mario siempre estaba de acuerdo con todo lo que Laura proponía. Al principio creyó que era un sujeto romántico, entregado por completo a las cuestiones del amor, con simples gestos como escribir cartas, comprar flores o regalar bombones en todas las fechas que la sociedad consideraba importantes para alimentar las relaciones. Ahora, investigando sus facciones de piedra, su aire apagado de niño cubierto por una neblina de pensamientos que no le permitían expresar emoción alguna, pensaba otra cosa. Sabía que no era un romántico sino un flaco estancado en el pantano de lo seguro, un adicto a los juegos aburridos en donde nadie arriesgaba nada. Y Laura odiaba ese tipo de juegos.   
Volvió a escuchar el ruido que hacía con los dedos y lo tomó como una señal. Le guiñó un ojo al cura, dio media vuelta, y salió corriendo hacia la puerta maciza que separaba la iglesia del mundo exterior. Creyó que alguien la seguiría, pero el camino tras la cola de su vestido estaba desierto y los actores de la película no hicieron nada más que permanecer en sus lugares, como cartones pintados que sólo decoraban el fondo de la escena. Allí se quedaron, cavilando en sus preocupaciones mundanas y sin importarles demasiado lo que pudiera suceder con la vida de Laura de allí en adelante.  
Frenó en una esquina, cuando ya creyó estar lo suficientemente lejos de la capilla. Nunca había querido casarse, ni siquiera le interesaban las religiones y sólo había tomado la comunión porque su madre la había obligado. Pudiste cuando era una pendeja pero no ahora, gritó, sin que nadie la mirara ni registrara su presencia.  
Caminó a través de su infierno, recorriendo las llamas de un montón de hogueras que se encendían en la calles deshabitadas. El vestido estaba rasgado por la felicidad de sentirse libre, manchado por el hollín de los incendios que la rodeaban. Dio pasos firmes, sin bajar la vista ni girar la cabeza. Sabía, o al menos prefería creerlo de esa manera, que de un momento a otro Mario, o su madre, aparecerían rogándole que volviera al altar y que se casara de una vez por todas, pidiéndole que acabara con todo ese drama que se estaba montando. Pero no era un drama, no para ella.  
Se sintió fuerte, poderosa. Avanzó por la avenida, en la que no había nada más que autos abandonados y linyeras durmiendo en sus camas construidas con diarios viejos. Las llamas eran cada vez más grandes. Se quitó los lentes y los arrojó contra una pared cubierta por grafitis y dibujos sin sentido. El camino era desparejo, caliente y gris. Laura empezó a reírse, con esa risa que le nacía desde adentro, como las ideas más perversas, y mientras caminaba se dejó atrapar por cada uno de los baches que iban apareciendo frente a sus ojos. 
      A sus espaldas, el fuego consumía el mundo del que se estaba escapando.




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