Encuentros sangrientos


   Valentín estaba atado a la silla, mirando la pared. Las ventanas estaban tapadas con una cortina oscura. La habitación tenía pocos muebles, sólo la silla, una mesa vieja y un par de cubiertos apoyados en la mesada. Gonzalez afilaba los cuchillos. Se había encargado de tapiar las puertas y de elegir un lugar bien alejado, para que nadie escuchara los gritos. En una de las paredes, justo adelante de su víctima, colgó unas cartas. Una dirigida hacia María Julia, su secretaria; le contaba sobre sus irrevocables deseos de penetrarla y le pedía que lo perdonara por no tener tanto tiempo para ella. Otra estaba dirigida a una tal Lorena, desconocida para Gonzalez pero que al parecer había sufrido golpes por parte de Valentín y este le escribía para pedirle por favor que lo perdonara y que no hiciera la denuncia.
   Quería gritar pero también lo habían amordazado con un trapo viejo y su única conexión con el mundo eran sus ojos tristes. González caminaba con nervios, mordiéndose el labio, conteniendo los últimos gramos de ira que luchaban por salir de la oscuridad. No era la idea llegar hasta las últimas consecuencias, habría preferido hablar tranquilos en un café, pero sabía con quién estaba tratando y probablemente le hubiera dado vuelta las cosas al punto de hacer que se sienta una mierda de persona.
   La víctima repetía una canción adentro de su cabeza para no pensar en el final que estaba cerca. González se acercaba con pasos tímidos, golpeando la madera del suelo con la planta de sus pies, haciendo que el arma bailara en el aire, contaminado por el humo de varios cigarrillos. Se detuvo en seco cuando oyó pasos a lo lejos. Se suponía que la calle estuviera desierta pero al parecer alguien había decidido interrumpir sus planes. Por suerte, unos segundos después todo volvió a la calma; si es que se le puede llamar calma a la tensión que golpeaba las paredes. Valentín trataba de no mirar las cartas, movía los ojos hacia unos huecos vacíos en la pared, apretaba el trapo con sus dientes y pensaba en las personas que lo extrañarían. Su madre. Quizás sólo lo extrañaría su madre, por una cuestión lógica. El resto se sentirían bastante aliviados. Tal vez incluso su madre se quitaría un peso de encima.
   González comenzó a reírse, le pegó una patada a la puerta y corrió las cortinas. Comprobó que la calle estaba desierta. Se acercó a su víctima. Apretó su cuello con ambas manos y le dio un beso en la frente antes de empezar a abrir la carne con su cuchillo.
    La cabeza rodó hasta los pies de González, con los ojos abiertos y la boca sellada por el trapo viejo que se aferraba a las manchas de sangre.

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