Parálisis del sueño





Para cuando cae la noche ya estoy muerto. Me despierto solo, en la cama de un hospital. Afuera están mis viejos y un par de amigos. También el chico que me gusta, llorando como si formara parte de mi vida. Y yo con la piel blanca y helada. Hasta en los sueños soy dramático. Recurro a ese mismo sueño cada vez que me siento mal. De un modo retorcido, me gusta ver que sufren por mí.
 Pero un día fue distinto. Estaba como siempre postrado en la cama. De nuevo las paredes eran blancas y aburridas. El televisor apagado y las puertas, cerradas. Al otro lado se escuchaban sus voces. Lo que generalmente pasaba acá era que el enfermero entraba con Guillermo, pero esta vez no entró nadie. Las cortinas tapaban la ventana y no dejaban entrar la luz. Traté de mover mis brazos pero me fue imposible. Tampoco pude mover el resto del cuerpo, ni siquiera gritar o pedir ayuda. Cuando volví los ojos a la habitación noté que ya no estaba en el cuarto del hospital sino en mi propia pieza. Al parecer no era un sueño pero seguía duro sobre el colchón, con la voz muda y los huesos muertos sobre la cama. Las voces de la sala de espera se habían metido adentro de mi cabeza y ahora eran un murmullo mental de ruidos que no tenían sentido. Cerré los ojos, esperando que al abrirlos todo volviera a ser normal. Dejé pasar unos minutos pero ni mis brazos, ni mis dedos, ni mis piernas entraron en contacto con el mundo real. Alguien se acercaba desde la puerta. Si hubiera sido un sueño habría creído que era el enfermero. Pude percibir que un montón de brazos salían desde abajo de la cama y se estiraban para agarrarme. Me invadió la desesperación. Lo único que veía era una mancha de humedad en el techo que brillaba en la oscuridad. El tipo estaba parado en un rincón. Llegaba hasta mi como un gemido imperceptible, como el gruñido de algún animal que venía desde lejos. 
No estaba dormido, porque podía darme cuenta, ni despierto, porque no era dueño de controlar mi cuerpo. El colchón era agua que subió hasta sumergirme. Mis ojos se perdían en la oscuridad y las voces se reproducían adentro de mi cabeza. Me estaba quedando sin aire. El latido en el pecho era cada vez más imperceptible. Aún sentía la presencia del hombre extraño parado en el rincón, gimiendo como una bestia que mide a su presa antes de atacarla. El agua llegó hasta el techo. Mi manos seguían congeladas. Volví a cerrar los ojos. Los apreté fuerte. Traté de enfocarme en las voces pero ahora que las buscaba se habían callado y sólo pude oir los gemidos de la bestia. Conté hasta tres. Uno, dejé de oir mis propios latidos. Las manos que salían desde abajo de la cama se habían aferrado a mi carne. Dos, las voces estaban muertas. Tres. Cuando abrí los ojos tuve su rostro justro enfrente mío. Quise gritar pero no pude.



  

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