Carta de un puto enamorado


Hola. Dicen que las palabras fluyen con naturalidad cuando uno escribe rápido. No sé si tengo el placer de conocerte. Te aviso que no me niego a una relación abierta, ni a una entreabierta, ni siquiera a una imaginaria. No es deconstrucción, estoy desesperado. Tampoco me fijaría en el tamaño de tu pija (no te rías, hablo en serio) ni en lo fofa que tengas la panza. No busco convertirte en una cosa lista para ser consumida, ni sumergirte en una espiral de posesión. Esto no es un contrato.


Empecemos. Te busco desde hace tiempo, y digo "te busco”, en un presente perpetuo e imperecedero, porque aún recorro los caminos donde creo que podés llegar a aparecerte de sorpresa: atrás de un árbol, sentado en la mesa de un café de mala muerte, cruzado de brazos en una parada del colectivos. 

Cuando era pibe me enamoraba cada dos segundos. Mi primera víctima fue “Arjona”, es importante resaltar que no tenía nada que ver con el cantante de versos empalagosos, armados a fuerza de rimas innecesarias. Era un pibe flaco y petiso que por alguna razón que ahora desconozco me calentaba demasiado. Yo era tímido. Lo miraba en los recreos, en las clases de educación física, lo espiaba a un costado del campito, viéndolo correr con esas piernas alargadas y ese short que le marcaba un culo a centímetros de ser inexistente. Quizás eras él y pasé de largo.

La esperanza de encontrar a alguien que me diera bola y que obviara mi defectos, resurgió en el verano previo a comenzar la secundaria. Me repetía que íbamos a tener un amor de novela, como esos que la gente heterosexual disfruta en las películas (ellos tenían por entonces el monopolio del amor a plena luz del día). Siempre fui un intenso de mierda. Todavía no se me pasaba por la cabeza la idea de tener sexo con otros tipos, o no tanto como ahora, sólo quería que me coman la boca y que me lleven de la mano por una ciudad. Me sentía demasiado feo e inseguro como  para intentar tener sexo con otro tipo. 

El primer día te busqué  y no vi a nadie que me llamara la atención. Volví a mi casa defraudado, con la decepción de quien se sabe perdedor en un juego que ni siquiera existe. Creí que serían los peores tres años de mi vida. Por suerte al día siguiente apareció G, con su pelo enrulado y una sonrisa aniñada que me persiguió para todos lados de una manera que, incluso ahora, con un espíritu novelero de primera calidad, me resulta exagerada. Apuesto que desde afuera se debió haber notado, sobre todo cuando me colgaba mirándolo en medio de la clase, o en los tartamudeos infinitos que aparecían cada vez que teníamos que cruzar palabras. Nunca disimulé. Estaba loco por ese chico. Aún hoy veo una foto suya y quedo atrapado en la misma burbuja en la que te encierra ese estúpido enamoramiento adolescente. Que me tocara la mano sin querer o que me pidiera el cuaderno de comunicaciones para anotar su número de teléfonos eran motivo suficiente para alegrarme la semana. Del mismo modo, cuando él faltaba a clases era un día perdido. Así pasaron los años y no me animé a declararle mi amor irracional sino hasta unos meses después de haber terminado la secundaria. Lo encaré por MSN (todo un osado). No se me cagó de risa, como suponía, pero me despachó elegantemente hacia un mundo en el que no teníamos nada que ver. Quizás eras él y no te animaste.

Luego de esos episodios platónicos, tuve algún que otro amor golondrina, de esos que no alcanzan para volverse memorables. Salía con ellos aunque no me gustaran y duraban lo que dura un pedo en el aire. Me apegaba por costumbre, me aburría cuando estaba con ellos y lloraba cuando me dejaban, porque la soledad siempre me resultó aterradora.

No me enamoré otra vez sino hasta que conocí a I. Hablamos por Facebook durante un tiempo. Él usaba un perfil falso. Llegado el momento, lo confesó y me dio su cuenta real. Quedamos en vernos en una librería que está junto a la catedral. Entré en pánico. Cuando lo reconocí, de espaldas con un sobretodo gris que no se cansó de usar hasta el último día de los cuatro años que estuvimos juntos, girando la vista para todos lados, quise salir corriendo. Pero no me fui a ninguna parte. Me quedé, me porté mal, mentí, lo lastimé; él también se portó mal; nos quisimos y nos odiamos en la misma proporción. Quizás eras él y la cagamos. 

Sería tonto esperar el momento en el que te vea en la calle y el corazón salga de mi boca para agarrarme del cuello. Prefiero pensar que sos un deseo, con los mismos mambos que yo, que garchás con un futuro recuerdo, que desayunás un café con dos tostadas en algún barsucho de mala muerte, que mirás un vidrio empañado o te pintás las uñas en la terraza de tu monoambiente. Estoy cansado de ser el que sufre por la intensidad de una idea desbocada.

Quién sabe, quizás no existas. 
 

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

El monopolio del amor romántico

Vivir con VIH | ¿Cuándo lo tengo que contar?

La gordofobia como discurso hegemónico