Antes del diluvio


Era jueves y llovía. No recuerdo el número exacto, y apenas con esfuerzo sé que fue en marzo porque empezaba el otoño. Y amar el otoño forma parte de mi estúpida personalidad de poeta decadente; pisar las hojas cuando mueren. Suena feo que uno pueda regocijarse con la muerte. Mucho peor era que bailáramos sobre una pila de cadáveres, o encontrarle la belleza a un acto tan espantoso como era el punto final de nuestro propio relato.  Es injusto hablar en plural porque ya no estás, y porque vos odiabas el otoño. Pero de alguna manera el nosotros te mantiene con vida, hace que sigas agarrándome la mano cuando caminamos juntos por las calles llenas de árboles pelados... Sí, tenés razón, me estoy poniendo cursi. Y cuando me pongo cursi me voy por las ramas. La idea era contar lo que pasó ese día, no el que te fuiste sino el que decidimos  juntos que fuera el final. Porque a partir de ahí todo fue una amarga y triste lucha contra las reglas del tiempo. Es una mierda saber que ni siquiera las personas más fuertes, a fin de cuenta, son capaces de ganar la batalla. Porque sí que eras fuerte. Sin embargo el destino hizo de las suyas, y no pudimos hacer nada más que mirar cómo caían las hojas.    
Me gustaría que mi falta de memoria sirviera para algo. Sería de gran utilidad ahora que desearía haber olvidado tu nombre, cada detalle, incluso que ese día jueves en el que llovía (porque los días importantes, llueve) era 27 de marzo. Faltaban un mes y dos días para nuestro aniversario. Creo que es un buen momento para confesar que la fecha la elegimos al azar, porque ninguno de los dos tenía la más puta idea de cuándo nos habíamos conocido. Tampoco hubo una pregunta formal que marcara el comienzo, simplemente se dio. Solo, sin que lo pensaramos. Como todo lo que hacíamos. Porque yo siempre fui un impulsivo y vos un sacado de mierda.  
Decía que nada me gustaría más que olvidar cada detalle. No te rías. Sé que ni siquiera soy capaz de acordarme del final de una película que vi veinte veces, pero te juro que ese día me lo acuerdo a la perfección. Cuando desperté, tu lado de la cama estaba vacío. Estiré el brazo para acariciarte pero sólo había un hueco helado. Supuse que te habías levantado hacía rato. Me sentí un pelotudo, porque habíamos dicho de madrugar para ver el amanecer y me había quedado dormido. Puse tres alarmas y no escuché ninguna. No sé cómo pasó. Supongo que fueron las pastillas de mierda que me alteran el sueño. La cosa es que te pegué el grito y me contestaste desde el patio. Había dos opciones: o estabas regando las plantas, lo que en tu idioma significaba que tenías un humor de mierda y que bajo ningún punto de vista podía molestarte, o te hamacabas en el árbol, como hacías de pibe cada vez que estabas triste. La hamaca te hacía acordar a tu vieja. Cuando recién nos mudamos a aquella casona, que con el pasar de los meses se convertiría en nuestro hogar, perdías horas hamacándote, mirando el cielo y sin decir una palabra. Volverte a gritar no era una buena opción. Me paré, sin hacer ruido. Transité callado esos segundos en los que uno no sabe si quiere estar solo, matar a alguien, coger, comerse la vida, o fumarse un pucho en el jardín. El comienzo de la mañana siempre  me pareció un misterio. Nunca terminé de entender qué es lo que define que la balanza se incline para un lado o para el otro. He tenido sueños hermosos y luego al despertar no quería que me hablaran. O al revés. Quien sabe, tal vez sea un gesto estúpido, una mano exageradamente firme en el hombro, un tono de voz irritante, algo que en cualquier otro momento del día pasaría inadvertido.  
Me lavé la cara y me cepillé los dientes. Quería estar preparado para cuando te viera. Resulta que mi humor era bastante bueno. La casa estaba ordenada, señal de que te habías levantado mucho antes que yo  y te habías dedicado a ordenar. Sigo sin entender esa terapia. Te juro que intento llevarla a la práctica pero me aburro enseguida. Vos siempre fuiste mucho mejor amo de casa que yo. En realidad, siempre fuiste mucho mejor en todo. Mientras escribo, afuera hay tormenta y recuerdo que el viento era tu único miedo. Las noches de lluvia en las que las persianas golpeaban incansables y me abrazabas como un nene de dos años porque te aterraba imaginar que pudieran volarse a la mierda las puertas y las ventanas, me daban mucha ternura. Hasta para asustarte eras mucho mejor que yo.  
Fui a la cocina esperando encontrar la puerta del jardín abierta, y así fue.  Agarré la caja de cigarrillos que habías dejado sobre la mesada y me prendí un pucho, incluso sabiendo que me ibas a putear porque siempre odiaste que fumara recién levantado. Miré para afuera, queriendo verte en alguno de los rincones a los que no me dejabas acercarme ni de puta casualidad. El pasto estaba prolijo y las plantas bien cuidadas, pero de vos ni rastros. Salí al jardín y volví a gritarte, arriesgándome a que finalmente sí estuvieras de mal humor y me revolearas con el rastrillo por la cabeza. No es que hayas sido un hombre violento ni nada por el estilo, qué va a pensar la gente, pero tenías un carácter fuerte. Igual, no tengo de qué quejarme, así te conocí y así me enamoré. De hecho eso me volvió loco en un primer momento, tu carácter. Sabías cómo manejar cualquier situación. Hubieras sido la única persona capaz de sobrevivir a un ataque zombi. Es irónico que la vida haya jugado sus cartas tan temprano. Te juro que hubiera preferido que te destriparan los zombis, al menos pensaría que te fuiste en tu ley. Pero la vida es hija de puta, e impredecible.  
Esquivé el rosal enano, me esforcé todo lo que pude para que las cenizas del pucho cayeran sobre el camino de cemento, y lo logré. No me contestaste sino cuando estuve llegando al quincho abandonado. Y le decíamos así por una razón. Lo usabas para pintar y hacía mucho tiempo que no se te daba por caer en el vicio del arte. Me pediste que entrara con cuidado. Tu espalda se veía tan hermosa como siempre. Tenías esa musculosa blanca que todavía me calienta cuando la miro. Sí, lo sé, lo escribí en presente. No es fácil dejar de conjugar los verbos en presente cuando estás hablando del amor de tu vida. No me juzgues. No sos vos el que tiene que empezar a hablar en pasado de todas estas cosas. Odio el pasado.  La remera estaba manchada con  pintura y era muy básica para que quisieras mostrárselas a otras personas, pero a mi me encantaba. Lo primero que hice fue pedirte que te la dejaras puesta el resto del día. Me contestaste que no, pero no podías resistirte cuando me ponía hinchapelotas.  
Me besaste. No fue un simple piquito de rutina sino un beso de los que nos dábamos antes. Me sorprendió. Siempre supiste cómo sorprenderme. Creo que por eso te extraño. Bueno, por eso y por otras mil cosas que resultarían obvias si las enumerara en una estúpida lista que no tiene ningún sentido ahora. La cuestión es que me comiste la boca y cuando me soltaste la cara vi el cuadro del amanecer. Me dijiste que era la única manera que teníamos de ver uno juntos porque yo era un pelotudo que nunca escuchaba las alarmas del celular. Nos reímos veinte minutos, hasta que la risa devino en sonrisas, estas en más besos, y acabamos garchando sobre las manchas de pintura en el piso de tierra 
A la media hora empezó a llover, y desde aquel día nunca paró. 


Art: Maddalena Pacini

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