Hombres fumando en la ventana
Un hombre como Damián Barceló no podía
existir más que en el siglo de las luces, como un solitario recuerdo parisino
en los libros de historia. Era un tipo distante y retraído, de esos que abren la boca para decir frases que a la distancia parecen inteligentes. Sin embargo allí estaba, sentado en un café de Mar
del Plata muchos siglos después de lo esperado.
Su amante era un chico joven. No tanto para los
parámetros de la época, pero sí lo suficiente para no saber qué carajos
hacer con su vida. Damián lo entendía, aunque a veces las discusiones se
volvían un tanto apasionadas. Esa era la magia de su amor. En el mundo no existen
más que personas chocando de frente, complementando sus diferencias en guerras
interminables. Además no hay nada más aburrido que garchar con uno mismo.
Eduardo era el típico pibe rebelde. Sus padres le insistían para que llevara una vida recta, con objetivos claros y metas ambiciosas. Él no quería sentar cabeza. Ni siquiera sabia lo que aquello significaba. Sólo podía pensar en la mirada oscura de Damián Barceló. Quería sumergirse en lo profundo de aquel río turbio. Era de esos flacos que seducían con la sonrisa, que dejaban caer por detrás a todo el que pretendía conquistarlo. Amaba la botánica, el arte, y era capaz de hacerse amigo de una pared si lo proponía. El chico malo, de un cabello tan negro como la noche, buscaba pasar por el mundo sin ser ignorado.
Eduardo era el típico pibe rebelde. Sus padres le insistían para que llevara una vida recta, con objetivos claros y metas ambiciosas. Él no quería sentar cabeza. Ni siquiera sabia lo que aquello significaba. Sólo podía pensar en la mirada oscura de Damián Barceló. Quería sumergirse en lo profundo de aquel río turbio. Era de esos flacos que seducían con la sonrisa, que dejaban caer por detrás a todo el que pretendía conquistarlo. Amaba la botánica, el arte, y era capaz de hacerse amigo de una pared si lo proponía. El chico malo, de un cabello tan negro como la noche, buscaba pasar por el mundo sin ser ignorado.
Barceló se esforzaba por no decepcionar a su amante. Todo era un gran desafío, quería ser la hombre perfecto (si es que en las relaciones humanas, y en cualquier aspecto de la vida, existe la perfección). El problema era que odiaba rodearse de gente. Era un
ermitaño que prefería el sigilo de la oscuridad antes que las luces vidriosas
de la metrópoli. Y Eduardo era todo lo contrario. Un animalito ruidoso que buscaba ser siempre el centro de atención .
A pesar de todo, estaban frente a frente
en esa esquina, compartiendo un tostado y hablando de temas que el resto de las
personas considerarían aburridos.
La noche anterior (la última) había sido
la más hermosa de todas las que llegaron a compartir. En general sus encuentros eran furtivos, a las corridas, pero ese día fue distinto. Cogieron como
dos personas que recién se conocían. Eduardo le tapó la cara con una bufanda y
se le recostó encima. Le besó el cuello hasta llevarlo al punto máximo
del placer. Lo siguiente fue atarle las manos, suave para que el viejo gruñón
no se pusiera nervioso. Le gustaba despertar el instinto salvaje de ese tipo
tan cuadrado. Se sentía poderoso descubriendo sus morbos, hurgando en cada
rincón de ese cuerpo blando y escamoso.
Cuando por fin se miraron a los ojos,
notó que el brillo seguía en el lugar de siempre. Le asustaba que pudiera
desaparecer. Irse, así como si nada. El brillo en los ojos de Barceló era lo que
mantenía intacta la relación. Le dijo que lo amaba. El viejo gruñón le creyó,
porque Eduardo era de esas personas que no decían algo si realmente no lo
sentían. Lo puso contra la pared amarillenta y le comió la boca. Aquella vez,
como muy pocas veces, Barceló tuvo el control de la situación. O quizás fue
Eduardo quien se dejó dominar. No eran de hablar mucho mientras estaban cogiendo, pero
se entendían bien con miradas y gemidos.
Eran las once cuando volvieron a la cama.
En lugar de acostarse, Eduardo se acercó a la ventana, abrió las dos hojas y le
hizo un gesto con la cabeza a su hombre para que se acercara. Se miraron desnudos, todavía sin hablar. Estiró los brazos hasta donde se encontraba el
celular, en una pequeña mesa de luz, y puso una lista de reproducción que
usaban para el momento del pucho. Prendió el cigarrillo, inhaló una
larga bocanada y dejó que su mirada se perdieran en el cielo estrellado. Vivir
en medio del campo tenía sus beneficios. Allí la noche se le hacía más profunda y
reflexiva.
Barceló se sentó en el borde de la cama.
Tenía miedo, como siempre. Puso su mano en la rodilla de su amante y lo
llevó hacia donde él estaba. Eduardo pensó en recorrerlo con sus brazos aunque
no era muy amigo del contacto físico, así que lo empujó con ternura y se acostó
a su lado.
-¿Qué te pasa? - preguntó el gruñón,
acariciándole el pelo.
-Nada y todo a la vez.
-¿Y cuál es el problema?
-Ese es el problema.
-¿El tiempo?
-No. La felicidad.
-Entiendo.
-Es lo más lejos que se puede llegar.
Se durmieron.
Estaba empezando a llover y los dos
habían terminado su café. La moza trajo la cuenta. Barceló lo invitó y
puso el dinero de la propina. A Eduardo no le gustaba que lo invitaran pero lo
conocía lo suficiente como para saber que era al pedo quejarse.
Cuando llegaron a la plaza, a dos cuadras
del café, se abrazaron, opacados por la rutina.
-Te escribo – le dijo el gruñón, pero
nunca se volvieron a ver.
El día estaba cayendo cuando la fría tarde de
otoño manchó los ojos de los amantes lejanos.
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