Pánico en la jungla




      Un tipo pasa apurado en su 208, tocando bocina. El ruido ensordecedor hace que todos se den vuelta a mirar. El Hombre se asusta y retrocede. Gira la cabeza hacia donde está el auto estacionado en doble fila y ve a la bestia furiosa bajando de su coche. Está paralizado. Lo aterra que el tipo se le acerque con un fierro en la mano. Lo aterra creer que lo va a agarrar de los pelos y va a empezar a golpearlo en la cara. El Hombre mete las manos en los bolsillos, duro, sin quitar la vista del suelo. El tipo del auto se aproxima, cada vez más furioso, sin soltar nunca el trozo de metal. Respira. Abre los ojos, los cierra. Le tiemblan las manos. Respira de nuevo. La bestia le pasa por al lado y empieza a golpear indiscriminadamente a todos los autos que evidentemente le han cercado el camino.
Sigue caminando, un poco más calmado. Aunque el tipo no lo registra se siente un sobreviviente. La avenida está llena de personas con camisas blancas y polleras tubo que van y vienen de sus empresas con bolsas de comida; apurados, mirando y sin mirar. A la hora en la que el ruido es mucho más grande que de costumbre le resulta difícil relajarse. 
    La calle está repleta de hormigas y el Hombre es una de ellas. 
   Le estresa pensar que tendrá que atender a los clientes, imaginar a las viejas enojadas que de todas maneras se darán vuelta y le dirán que es muy simpático. Le estresa imaginarse que puedan descubrir su cara de culo, sus pocas ganas de estar ahí, su deseo palpitante de salir corriendo hacia cualquier otro lugar. Le estresa imaginar que su jefe descubra que no tiene la mas puta idea de lo que está haciendo, que es todo por inercia, que se ha convertido en una máquina desde hace tres o cuatro años y que no piensa ninguno de sus movimientos sino que solo actúa y se deja llevar.
    Un grupo de pibes toman birra en una esquina abandonada. Son cuatro o cinco y se ríen. Le gritan a la gente cada tanto. Piensa en cruzar pero ya está demasiado cerca y se van a dar cuenta de que quiere evitarlos. No le queda más remedio que agachar la cabeza, apurar el paso y atravesar el muro de fuego. 
Querría ser invisible (en el fondo lo es pero no se da cuenta). 
Los pibes se ríen de las señoras que pasan destartaladas con sus bastones, de los tipos de oficina, de la nena rubia con trencitas, de los chicos que van de la mano, de la minita con uniforme escolar que deja ver sus piernas de la rodilla para abajo; de cualquiera menos de él. Ni lo registran. Les pasa por al lado y ni lo ven. Es uno más entre la multitud que habita la jungla. Siguen en lo suyo, tomando cerveza y burlándose del resto.
Se relaja (si es que a alguien así le ha sido concedido el don de relajarse en situaciones de mierda) recién cuando puede dejar atrás el tumulto, cuando sabe que el peligro ha quedado atrás. Sigue temblando un par de cuadras. Siempre tiembla así que ya está acostumbrado a convivir con la sensación, sólo le resta atravesar la calle de los vendedores ambulantes y será libre de aquella jungla de cemento (¡Libre! Ja). 
    Están repartidos a lo largo de toda la cuadra, algunos en sus puestos organizados, otros tirados en el suelo sobre un pedazo de trapo. Todos tienen algo en común, son pesados y se tiran encima de la gente como animales salvajes que no comen desde hace días. Al Hombre le cuesta decir que no. Sabe que le darán lástima y que probablemente tendrá que comprarles alguna baratija. El más aterrador es el viejito que vende lapiceras. Se parece mucho a su padre  y verlo ahí arrastrándose con ese tono de voz penoso, apagado, pidiendo por favor que alguien le compre una birome, le produce ganas de llorar. Y lo espanta la idea de que lo vean llorar en medio de la calle.
Agacha  la cabeza, de nuevo. Recuerda que en los bolsillos de la campera tiene guardado un atado de cigarrillos. Fumar lo ayuda a distraerse. Pero sabe que alguno de los vendedores suelen pedir puchos a los que pasan por ahí. Se siente atrapado. 
La empresa está a sólo unos metros. Debe sobrevivir a eso y llegará con vida. Los puesteros toman mate, charlan con la gente que pasa, se cagan de risa (piensa que tal vez sea muy común que las otras hormigas de la jungla se rían de cualquier cosa, y que a él ya nada le cause gracia). 
   Le sorprende verlos tan despreocupados. 
   Atraviesa los puestos pero no puede contenerse cuando el viejo de la lapicera se le acerca y se le para al lado. Empieza a correr. 
Rápido. 
Lo más rápido que puede.
Sabe que el viejo lo persigue.  Está asustado y agitado pero no quiere mirar atrás. Se frena antes de llegar a la esquina, en donde ya no hay puesteros,  y cierra los ojos para no cruzar la vista con nadie. 
    La oscuridad lo ayuda a sentirse seguro. El silencio alrededor le hace pensar que ha pasado el peligro. Toma aire. Sabe que al abrir los ojos las puertas del edificio en el que trabaja estarán muy cerca. Vuelve a tomar aire. De a poco se aleja de la oscuridad. Los rayos del sol lo van trayendo de nuevo al mundo real. A ese mundo que tanto le aterra. 
    Empieza a gritar cuando siente una mano huesuda y arrugada posándose en su hombro. Los gemidos, la voz susurrante del viejo, retumban en su oído y lo vuelven a dejar paralizado.
   La jungla de cemento lo absorbe y las puertas del edificio se van haciendo cada vez más pequeñas.




Ph: Thomas Van Oost



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