Crónicas del purgatorio



Prendió el pucho que quedaba en la caja; el de la vergüenza. Ese que nadie quiere agarrar porque acabar el atado significa tener que buscar la plata, salir a la calle en medio del frío, atravesar la multitud de anónimos salvajes y llegar hasta el quiosco para pedir un Philip de 20. 
       Su último novio la había dejado por una minita cinco años más chica que ella, flaca y sin marcas del tiempo en la cara, destruyendo hasta su última gota de autoestima. Le costó mucho esfuerzo reconstruirse, pedazo por pedazo, e incluso ni así estaba logrando buenos resultados. Seguía creyéndose fea, estúpida, gorda y vieja. Nunca había encajado en la sociedad, con sus exigencias y sus patrones sobredimensionados, pero la sensación era más profunda ahora que su vida se había ido oficialmente a la mierda.  
       El teléfono no había sonado en todo el día. Nadie la había llamado ni una puta vez. Ni siquiera Direct TV para ofrecerle una de esas promociones en las que ya había caído, suponiendo erróneamente que la televisión digital iba a llenar el espacio vacío en su corazón. El último mensaje era de su mamá. Odiaba tenerla tan lejos. Pero ella decidió abandonar el pueblo para irse a vivir con Martín a una ciudad mucho más grande. Te vas a arrepentir, le había dicho su madre, sin mucho tacto, por cierto. Su familia fue una de las tantas cosas que tuvo que dejar en el camino por ese hijo de puta, aunque no la única.
      Afuera era casi de noche. Ella tenía  puesto un camisón agujereado y una campera de cuero que Martín le había regalado en su cumpleaños número treinta. Antes hubiera estado dos horas para elegir qué ropa ponerse.
    La noche tiene su encanto, allí las personas, alejadas de la luz del sol, son capaces de encontrarse con las bestias salvajes que las habitan. Al menos para la mayoría era así, pero para Laura era todo una farsa. La falta de luz la convertía en un fantasma, en una sombra que se arrastraba por la ciudad, llorando como un muerto viviente que no encontraba su lugar en el universo. Así se sentía, como un estúpido fantasma que vagaba por ahí sin pertenecer a ningún lado. Como un alma agonizante deambulando por el purgatorio. 
Atravesó el ganado, llegó a los codazos hasta la garita que hacía las veces de quiosco, pidió agitada los cigarrillos y volvió hasta su casa con la misma intensidad. No quería que nadie le hablara. No estaba dispuesta a entablar una conversación, ni con la portera del edificio que seguramente le preguntaría cómo estaba cuando viera su cara demacrada, ni con la vieja que barría la vereda a toda hora y que no vivía en paz si no hurgaba en la vida de los extraños, ni siquiera con el quiosquero. 
Al principio Martín le escribía todo el día.  Laura no estaba preparada para tener ese tipo de relación. Le parecía una actitud exagerada.  A las nueve y media: "Buenos días hermosa, que la pases lindo". A las tres de la tarde, antes de entrar al laburo: "Suerte con los clientes". Y a las diez de la noche, cuando llegaba a su casa y se disponía a cenar lo que hubiera quedado en la heladera: "Buen provecho". Y eso cuando no se veían. Los días que se veían era mucho peor.  Recuerda estar diciéndole a una de sus amigas que no sabía cuánto iba a aguantar tantas demostraciones de afecto
      El momento del cambio fue tan sutil que ni se dio cuenta. Todas sus amigas desaparecieron en el segundo exacto en el que su vida se fue al carajo. Mientras vivía a gusto, sin razones para quejarse, permanecieron a su lado, sonriendo y tomando alcohol al menos una vez por semana. Pero un rato después de encontrar a Martín en la cama con otra, se esfumaron. Las tipas se borraron como un soplido en el aire. No estaban por ningún lado. No se habían escondido abajo de la cama ni entre las páginas de la Divina Comedia, que descansaba llena de polvo en su biblioteca. Ni en la montaña de peluches a los pies de su exageradamente grande cama de dos plazas.   
Se asomó al balcón. Muchas veces se había imaginado cayendo al vacío, pero el hecho de vivir en un segundo piso complicaba sus probabilidades de morir. Cortarse las venas tampoco estaba entre sus planes porque siempre había sido muy cagona. Una vez se cortó el dedo con un cuchillo de cocina y estuvo una semana usando una curita. Las pastillas no le pasaban por la garganta. Dejarse atropellar por un tren le parecía demasiado violento, y estúpido. Quizás porque su tía Rosa se había matado de esa manera. Pero su tía estaba mal de la cabeza y no se había matado por amor sino porque se le habían quemado las milanesas, y tenía miedo de que su marido la cagara a palos cuando llegara del trabajo.  
El teléfono seguía sin sonar.  
Hubiera querido tener un arma en la casa. Un tiro en la sien o en la frente sonaban como una buena opción, pero era consciente de su inutilidad y sabía que con la suerte que tenía no acabaría muerta sino como un vegetal, postrada en una silla de ruedas.  
Su psicóloga le decía que tenía que enfrentar sus problemas, y que su deseo de morir reflejaba las ganas de cambiar, de tirar todo a la basura y empezar de cero. Laura pensaba que su psicóloga era una imbécil pero que en eso tenía razón. Quería empezar de cero. Miró alrededor y se encontró con su cama sin armar, con el cenicero repleto de colillas, con el celular inmundo que no vibraba ni de lástima, con las manchas de humedad en todos los rincones del departamento, con la basura que había quedado de la noche anterior, con los platos sucios en el fregadero, con el espejo roto colgado de la pared. Ese desorden eran los resto de su vida, lo que había quedado en pie tras el incendio.  
Cualquier decisión la obligaría a empezar de cero.  
Apagó el cigarro en la pared, dejando una mancha junto a la puerta de la cocina. Se rió al recordar sus primeros días en el departamento. Por aquel entonces era una obsesiva del orden, y se la pasaba limpiando sobre lo limpio, para que Martín no entrara de sorpresa y le repitiera que odiaba a las mujeres desordenadas. Se volvió a reír, esta vez con más fuerza. Se parecía a la loca de su tía mucho más de lo que le hubiera gustado reconocer  
  Cuando Martín la abandonó se fueron con él sus ganas de fingir. Quizás por eso habitar entre la mierda y el olor a sucio no le parecían una mala idea. Deseó que el piso se abriera bajo su cuerpo y que las llamas del infierno la tragaran en sus fauces hambrientas, o que una escalera luminosa la arrastrara hasta el cielo y la liberara de sus sufrimientos mundanos. Pero nada de eso pasó. Se quedó allí, flotando en sus emociones, dejándose llevar por el humo del cigarrillo que la levantaba por el aire y la obligaba a bailar con los ruidos del silencio. Sus brazos se desplomaron a un costado de su cuerpo. Las lágrimas caían una junto a la otra formando un hilo de tristeza que la unía con el suelo.
      Estaba a oscuras y el teléfono seguía sin sonar. 



Ph: Christopher McKenney




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