Todos los rostros, el mismo rostro



Unos flacos se estaban besando adelante suyo. Tal vez fue el estrés, o el hecho de que no había pegado un ojo en toda la noche, pero los vio con el rostro de su ex, con el mismo pelo castaño, los mismos ojos café, e incluso la misma barba de tres días que nunca terminaba de crecer.  
Aníbal Crosetta había publicado algunos libros mediocres y hacía mucho tiempo que no se le caía una idea. Últimamente, sólo le salía escribir poemas, y, como buen burgués, sabía que si quería llegar alto no tenía que dedicarse a la poesía.  El desierto creativo empezó exactamente en el mes de marzo de aquel año, cuando Otto le dijo que estaba aburrido de la relación y decidió que siguieran cada uno por su lado. Al principio no le creyó. Cortaban tres veces por mes y las rupturas se había vuelto parte de la rutina. Pero al pasar los días, y al notar que no recibía ningún mensaje de disculpas, comenzó a preocuparse.
Fue hasta el café de la esquina, con su libreta azul y la lapicera de bolsillo. Buscó la mesa de siempre, la primera de la fila de las que estaban en la vereda abajo de las sombrillas rayadas. Le dio la espalda a la calle porque se sentía intimidado por los autos que pasaban y porque le gustaba mirar a la moza para romperle las bolas de tanto en tanto.
Eran las diez de la mañana, hora del segundo desayuno. Un café. No, cortado no; café, le dijo. Cuando lo atendía la chica alcanzaba con un gesto. Pero esta vez lo atendió un señor así que tuvo que ser más específico. Se tomaba algunos minutos para mirar a las personas, al mundo que lo rodeaba, a las situaciones cotidianas que la gente común no lograba percibir, y luego empezaba a anotar en la libreta palabras sueltas que le sirvieran de inspiración. “Portera chusma. Vendedor de diarios. Auto frenando de golpe en la esquina mientras señora con bastón cruza despacio por la senda peatonal.”
Al levantar la cabeza vio que el señor de rasgos avejentados y postura alicaída también tenía la cara de Otto. Hasta el pelo era igual: rapado y con el jopo sobre la frente.  – La puta madre – gritó.
El mozo empezó a reír, creyendo que el cliente se había asustado porque lo habían sacado de su estado de concentración. Aníbal le pidió perdón, sin dejar de verlo a los ojos, que eran también los ojos de su ex.  
En el lugar sólo estaban, además del mozo, él y otro señor con la cabeza echada sobre la mesa que roncaba mientras masticaba su medialuna. No sabía qué mierda estaba pasando pero supuso que si se le ocurría agarrarlo de los pelos y mirarlo a la cara también se encontraría con Otto.
El vagabundo, que todos los días se acercaba a su mesa a pedirle un pucho, apareció. La situación era la misma cada mañana: Aníbal sacaba el atado, buscaba el encendedor violeta en su bolsillo derecho, acercaba el cenicero de vidrio, prendía el pucho, cerraba los ojos, tiraba la cabeza hacia atrás para dejarse llenar por el humo del tabaco, y escuchaba la voz ronca del hombre que interrumpía su meditación pidiéndole un cigarro o unas monedas para comprarse un vinito. “Alcohol no. Tomá un pucho” contestaba él. El linyera lo encendía al lado suyo, le devolvía el encendedor y se iba feliz cantando un tango.  Aníbal repitió el proceso sin habitar el mundo real.
-  Tomá, llevate uno y dejá el atado adonde estaba. – supo, desde un primer momento, que si lo miraba a la cara se encontraría de nuevo con los mismos rasgos que lo estaban persiguiendo desde que se había levantado por la mañana. El vagabundo tardaba más que de costumbre, y a él lo ponía nervioso que lo hicieran esperar. No oyó el ruido del encendedor, ni el de la pitada profunda. Había un silencio que lo cubría todo, como si se hubiera dormido y estuviera sumergido en otra dimensión. Subió la vista de golpe, tuvo que hacerlo, y se encontró frente a frente con Otto sonriéndole con esa mueca burlona que lo ponía de los pelos.
Se paró, agarró la libreta y salió corriendo. Al mirar a su alrededor, y hacerse consciente del mundo que lo rodeaba, descubrió que todas las caras eran exactamente iguales. La vieja con el bastón, que recién ahora estaba cruzando la esquina; la portera chusma que se hacía la que hablaba por teléfono para escuchar las conversaciones de los vecinos; el vendedor de diarios que se paraba junto a la garita y empezaba a gritar para llamar la atención; la loca Irma, hablando sola y tironeando la correa de su caniche. Imaginó que la gente lo estaba mirando y se puso aún más nervioso. Cuando llegó a la avenida y pasó agitado por la casa abandonada, en donde generalmente se prendía el segundo cigarrillo del día, se dio cuenta de que estaba rodeado y que no había escapatoria. La gente empezó a caminar a su alrededor, señalándolo con sus dedos huesudos. Mirara adonde mirara, el paisaje era el mismo: un montón de fichas sin alma y con el mismo rostro.
Empujó a los que tenía adelante y salió disparado hacia la puerta de su edificio. Buscó, temblando, las llaves en el bolsillo de la campera. Una vez adentro, se dejó caer y clavó las rodillas en el suelo. Se tapó la cara con las manos y se largó a llorar. Sabía que al ponerse de pie y mirarse en el espejo vería allí al rostro de Otto riéndose de él.



Ph: Bobby Becker


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