El hogar de las bestias

Se encontró abandonada en un cuarto bañado de sombras. Quizás se había perdido en la casa de otra persona, o la habían secuestrado, o había terminado allí después de tanto caminar por la ciudad desierta y había decidido entrar para pedir un vaso de agua, pero alguien la había golpeado en la cabeza con un palo más grande que su brazo antes de salir corriendo.  Las puertas y las ventanas estaban tapiadas con unos listones gigantes de madera.
Ella estaba sentada sobre la alfombra, que el paso del tiempo había convertido en un pedazo de tela mugroso y con agujeros por todos lados. Hubiera querido sentir rencor, odio, al menos cierto grado de enojo, pero se hallaba tan deshabitada como el espacio vacío entre esas cuatro paredes. Tal vez habían pasado varios años, lo que no tenía sentido porque se hubiera muerto de hambre. Tal vez habían pasado unos pocos días, lo que no cerraba por ningún lado ya que ni siquiera era capaz de recordar su nombre. Su mente era una nube gris y su pasado, una línea borrosa que no paraba de temblar 
Amaneció con un fuerte dolor de cabeza, como si en lugar de dormirse en el suelo se hubiera desmayado a causa de una trompada que alguien le dio en la nuca para luego tirarla por las escaleras, o como si el hambre la hubiera llevado a desplomarse en el suelo. La foto la completaban una mesa sin una pata que se apoyaba sobre el piso astillado y un par de sillas de metal que descansaban cada una en un rincón diferente. Recién cuando se le despabiló la vista notó que la cueva estaba cubierta de polvo. Parecía que nunca nadie había usado esas habitaciones. Desde afuera no entraba ningún ruido, y cada tanto escuchaba su propia voz apenas acariciando el aire. Le sorprendió que desde la calle no entrara el quejido de alguna vieja, ni los sonidos guturales de los pendejos del barrio (porque, sin dudas, tenía que haber viejas y pendejos en ese barrio de mala vida).   
No vio fotos, ni cuadros con retratos familiares, ni ropa colgada en un perchero anticuado, ni voces lejanas llamándola desde un cuarto contiguo. Nada de nada. Sólo un rayo de luz que entraba por un agujero en la madera que bloqueaba la ventana de la que parecía ser una sala de estar. Estaba sola y probablemente no conocía a nadie más que a la soledad. Trató de alejarse, tapándose la cara, porque el brillo le hacía arder los ojos. Imaginó que su piel debía ser blanca y escamosa. Le dolía imaginar que respiraba el aire del mundo exterior. Buscó a tientas alguna pista sobre su pasado. No descubriría su nombre escrito en un papel, pero al menos quería algo que la ayudara a recordar. 
Por debajo de una puerta que daba a un pasillo aún más oscuro que su alma, una araña se acercó sigilosa. Sintió que odiaba a las arañas, aunque no estaba muy segura. Por alguna razón tenía ganas de gritar y salir corriendo. El pobre bicho se arrastraba e iba a refugiarse entre las sombras. Se preguntó de cuánta gente habría escapado para llegar hasta ahí. Si el miedo a esas criaturas espantosas lo había heredado de alguno de sus padres. Si tenía padres. Si verdaderamente les tenía miedo. ¿Y si aquel era su castigo y merecía estar pudriéndose en un agujero inmundo? ¿Y si ese infierno lúgubre no era realmente un infierno sino el paraíso que creía merecer?  
La araña había comenzado a subir por su pierna. Ella estaba paralizada. Movía la cabeza para todos lados, con un gesto automático en señal de ayuda. El pequeño rayo de luz seguía en el mismo lugar. La alfombra con agujeros permanecía inmóvil. Incluso las puertas parecían incólumes ante los avatares de la naturaleza (si es que afuera seguían existiendo el viento golpeando contra los pórticos, las ráfagas de lluvia mojando el pasto que rodeaba la ciudad, y el pasto en sí mismo). Lo único allí que actuaba como si no lle importara nada más que su propia existencia era la araña.  
Cuando se dio cuenta de que podía espantarla con un movimiento de su brazo fue demasiado tarde porque la tenía apoyada sobre su ojo derecho. Respiró profundo y pegó un grito. Era obvio que nadie la iba a escuchar, pero tenía que hacerlo. Alguien ahí tenía que hacerlo y estaba claro que no sería la araña. El bicho estaba ganando la batalla. Estaba desesperada. No sólo por el animal que se había posado en su ojo, sino también por la oscuridad, el encierro y el maldito silencio. La primera idea fue pararse y empezar a correr hasta que su enemigo se cayera al suelo, pero podía ser peligroso. Todo lo demás que pasó por su cabeza fueron planes ridículos: pedir ayuda hasta que alguien apareciera de milagro, darse con algo en el ojo hasta que el bicho estuviera muerto o acostumbrarse a convivir con la araña entre las paredes de la cueva. Después de repasar en voz alta una decena de ideas igual de estúpidas decidió esperar a que se fuera, recostada en el suelo y perdida en el vacío, clavando las uñas en el suelo ahuecado y gruñendo, asaltada por el miedo. 
Se quedó tendida un largo rato, llorando mientras el bicho se desplazaba unos centímetros y volvía al mismo lugar. Empezó a notar que el rayo de luz ya no estaba, y que si distinguía las siluetas era porque sus ojos se habían acostumbrado al velo sombrío de la noche. Intentó no moverse, pero se asustó cuando sintió otra araña subir por su brazo izquierdo, y un par más bajando por su frenteQuedó paralizada y sin entender un carajo lo que pasaba a su alrededor. No podía moverse porque sentía que iba a morir. Tampoco podía quedarse quieta porque sabía definitivamente que iba a morir. Estaba entre dos orillas llenas de mierda. 
      A lo lejos, frente a la puerta de la habitación, una montaña negra con millones de ojos le sonreía. Apretó los puños y gritó de nuevo. Supuso que un par de arañas terminarían en su garganta. La cueva inmunda estaba invadida por esos bichos y Ella no era más que su alimento. En medio del silencio, ocupando cada espacio de la nada, la montaña negra y escurridiza se desplazó hasta sus piernas, saboreando sus huesos y su piel. 
      Tras un rato de lucha, el hogar de las bestias volvió a estar en calma.



Ph: André Varela




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