Un pueblo fantasma

Dimos vueltas durante tres horas, caminando sin destino, con la esperanza de encontrar al menos algo que nos resultara interesante: una plaza, una estatua o la pisada de algún prócer de cuarta que hubiera recorrido el lugar hace 154 años. Aquello era un pueblo fantasma. Una y otra vez terminábamos en la misma estación de servicio, el único sitio abierto en ese paraje que se extendía a la vera de un río color mierda. Mi prima no paraba de hablar de su novio, un médico de treinta y pico que había conocido dos meses atrás. Me tenía harta. Cuando yo encuentre a otro tipo también se lo voy a refregar en la cara, pensé. Aunque tal vez cuando estuve de novia con Nacho fui igual de pesada. Pero Tamara era un caso aparte. El pibe era el primer tipo con el que salía. Incluso la había desvirgado y ella ya tenía 24 años. Se aferró a él como si fuera la única esperanza de formar una familia. Yo no tenía ganas de escuchar sus anécdotas interminables. Mucho menos en mi estado.
A Nacho lo extrañaba, más que a cualquier cosa en el mundo. Con él seguro que hasta esa ciudad de porquería hubiera tenido encanto. Se reiría de la falta de negocios, imitaría a alguno de los pocos pueblerinos que corrían por la costanera y hasta mearía en los árboles gritando que su meo era el mejor atractivo turístico del lugar. Yo le pediría que dejara de ser un pelotudo pero en el fondo me estaría cagando de la risa, y le daría las gracias porque sin él el viaje sería muy aburrido.
Frenamos en el kiosco. Lo único abierto a lo largo de diez cuadras, junto con la estación de servicio en donde paraban todos a almorzar, charlar, o simplemente a dejar que el tiempo pasara. Los caminos parecían mucho más largos que en Buenos Aires, como si todo estuviera diseñado para que no pudiéramos salir. Un laberinto. Ciudad del orto. Tamara se compró una Pepsi y yo un atado de puchos. Si no fumaba me iba a morir. Era imposible no pensar en él cada vez que me prendía un cigarrillo. Al tercer mes de conocernos me dio a probar uno. Le dije que era un asco, que no entendía su vicio, pero desde ese día no paré de fumar.
Nacho ejercía una fuerza sobre mí que no tenía ningún tipo de lógica. Me obligaba a hacer cosas de las que ni él era consciente. La vi a mi prima y me lo imaginé pidiéndole que se callara, gritando que era una forra y que a nadie le importaba el idiota de su novio narigón ni cuantas calorías tenía la gaseosa porque igual seguiría estando gorda. Ella le diría que tenía que madurar y buscaría un baño para vomitar todo lo que había comido en el día. Se pelearían un rato largo y después pasarían unos minutos sin dirigirse la palabra. Me divertía que se odiaran. Pero yo no era tan pesada como Tamara, nunca le hablaba de él.
Al terminar la hora de la siesta, cuando se suponía que la gente comenzaría a salir de sus casas, todo se mantuvo en silencio. Pasó un rato y unas sombras comenzaron a desplazarse a lo lejos. Se las veía distantes, perdidas en un mundo que no era el nuestro. Pensé en agarrar a mi prima de la mano, pero ella era más cagona que yo así que me la aguanté y traté de no mearme encima.
Nos largamos a caminar, de nuevo. Después de todo en aquel antro abandonado no había nada para hacer. Supusimos que en un par de horas las personas saldrían de sus casas y nos dirían que todo aquello había sido una joda. Una ciudad fantasma también puede ser un atractivo turístico, pensé.
-Ahí abajo debe haber gente muerta – le dije.
-No seas tarada – me respondió.
-¿Vos te crees que nadie tira gente al río? Si yo te matara ahora y quisiera que nadie te encuentre lo primero que haría es atarte los pies a una piedra pesada y dejarte caer hasta el fondo de ese charco gigante.
-Eso pasa en las películas. Esto parece una ciudad tranquila.
-Tenés razón, en la vida real no muere gente, todos son felices y el río está lleno de amor y paz... A veces sos tan hueca que me dan ganas de pegarte.
-No soy hueca, soy optimista. Bueno, eso me dice mi gordi, que le gusta como... - miré el suelo y empecé a patear piedras para no escucharla. Sabía que los próximos cinco minutos serían sobre cuánto la amaba su cosita linda y sobre cómo la ayudaba a disfrutar de la vida.
Andamos en círculos, volviendo siempre al mismo lugar. Se suponía que la costanera sería el sitio más hermoso, o al menos eso nos habían dicho. Pero no era más que un sitio deshabitado, cubierto por matas de pasto seco que bordeaban un río tan negro como putrefacto.
Hacía diez cuadras que Tamara llevaba la botella vacía, esperando a que por arte de magia se cruzara en nuestro camino un tacho de basura. Habíamos contado tres personas, todas haciendo lo mismo: correr. Tal vez estaban escapando del aburrimiento.
-Necesito un baño - le dije – vamos a esa plaza que debe tener un baño perdido – y fuimos. El lugar tenía todas las paredes sucias con inscripciones y el aire apestaba a mierda, un olor nauseabundo que se te pegaba en el pelo y no te soltaba por nada en el mundo.
Cuando salí del baño, haciendo fuerza para aguantar la respiración, Tamara ya no estaba. Supuse que estaría dando vueltas, buscando un tacho en el que tirar la botella. Miré por todos los rincones, pero fue inútil. No tenía muchos sitios en los que esconderse. Sólo quedábamos un par de cafés de comienzos del siglo XX (que ahora parecían abiertos) el tipo del kiosco con cara de nabo, que seguro tenía la mano llena de pelos de tanto tocarse, la estación de servicio, el río ennegrecido y yo con mis fantasmas que no paraban de atacarme. Volví a llamar a Tamara, sin gritar demasiado y casi por obligación. Pensé en llamarla al celular pero preferí quedarme un rato sola. Me largué a caminar.
No tenía mucho para hacer. Pensé que Nacho se estaría muriendo de risa con todo aquello ¡Qué suerte que Tamara se fue porque si volvía a escuchar algo más de su gordi le rompía la cara! Me dije. A unos metros, doblando por la esquina, vi el cartel estropeado de un sucucho que rezaba "Café" en letras grandes, con unas luces coloridas que se prendían y apagaban. Desde adentro salía una luz rojiza. No podía dejar de escuchar la voz de Nacho diciéndome que si nos poníamos a coger arriba de las mesas, nadie nos iba a decir nada porque aquello tenía pinta de telo. Igual entré. Le pedí al único tipo que andaba por el lugar, un hombre alto y con facciones alargadas, que me trajera una lágrima. En esos minutos traté de no pensar en nada. Ni siquiera en Nacho. Aunque seguro él se hubiera pedido una pinta con medio tostado. Siempre tomaba cerveza. Te va a salir panza de borracho y te voy a mandar a cagar, le decía, pero él no me daba pelota y seguía pidiendo lo mismo.
Cuando levanté la vista de la taza para mirar por la ventana, noté que la estación de servicio ya no estaba en el lugar en el que yo recordaba haberla visto. En su sitio había ahora un enorme descampado. Era como si el desierto se estuviera tragando todo a su paso. Las casas tapiadas y las persianas bajas de los locales comerciales completaban el espantoso escenario. Alcé la mano para llamar al mozo. El tipo alargado se acercó arrastrando los pies y dejó la factura, hecha a mano, junto a la taza vacía. Quedate con el cambio, le dije después de poner un Roca junto al papel. Tuve la necesidad de salir corriendo. Maldita ciudad, malditos fantasmas que me atormentaban y me dejaban cada vez más sola.
Ya en la calle me tomé un segundo para prenderme un pucho. No había ni un alma, ni siquiera un auto perdido que se dibujara al fondo, en lo lejano del horizonte. Llamé a Tamara pero su teléfono daba apagado. De fondo, el río calmo y el ruido de los pájaros comenzaba a apagarse. El pajero del kiosco seguro sigue ahí, pensé, a esos tipos no te los sacás de encima por nada del mundo. Pero cuando fui hasta ahí con la excusa de comprar algo para comer, el kiosco tampoco estaba, ni el tipo, ni los pelos de su mano. Quedé desolada en medio del desierto con el cigarrillo a medio aspirar y las cenizas que caían en mi pantalón.
Creí ver una sombra que se escondía junto a un árbol muerto, pero seguro fue un juego de mi imaginación. Estaba asustada.
Los pájaros ya no se oían. A mi alrededor no había nada más que un descampado, unos cerros que apenas se divisaban a lo lejos y el río, siempre calmo, amagando también con desaparecer de un momento a otro. Me senté, sabiendo que la próxima sería yo. Esperé, de corazón, ser la próxima. Pero nada. Nacho me diría que algunas minas son huesos duros de roer. Y Tamara seguiría hablando de lo dulce y tierno que era su gordi en situaciones como esa.

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