Bajo el agua

 Ella tenía las muñecas encadenadas y un trapo atado en la boca. Bruneti la miraba desde el otro lado del vidrio, con los ojos rojos y refregándose las manos con una extraña mueca en el rostro. Al principio, cuando lo obligó a entrar en aquella caja de vidrio, pensó que era sólo un juego. Se le acercó, le puso la mano en el hombro y con esa media sonrisa entre macabra y triste le pidió que lo acompañara. Le tuvo lástima -siempre le había tenido lástima y era una emoción que la llevaba a hacer cosas que en condiciones normales no aceptaría hacer-. Le pidió de nuevo que la sacara de allí. Bruneti se dio media vuelta, la ignoró y caminó hasta la puerta oscura que se veía como un arco bañado de sombras. El agua casi le tocaba los labios. Sabía que el tipo estaba parado en medio de la nada, mirándola desde su rincón, apoyado en la pared y gozando con su sufrimiento. Ella se retorcía como un gusano. Escuchó una risa. Tenia los brazos entumecidos y la vista cansada. Lo único que recordaba de aquel sitio eran las paredes forradas con esa espantosa tela  bordó, el espejo roto y la silla antigua y destartalada en la que la habían sentado unos minutos atrás. Su boca quedó sumergida y apenas la nariz y los ojos permanecieron en la superficie. El aire era cada vez menos. La puerta se cerró de golpe. De fondo se  escuchó la risa de Bruneti. Dejó de sacudirse, cerró los ojos y esperó a que el agua la tapara por completo. 

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