La deconstrucción de los cuerpos



  Las luces me cegaron y perdí la consciencia. El golpe fue fuerte. Cuando volví a la realidad, mis piernas estaban a un costado de la ruta, sacudiéndose como si esperaran volver al cuerpo del que las habían arrancado. Mis brazos pendían de la rama de un árbol y se hamacaban como bufandas recostadas sobre un perchero. La pija atravesó el parabrisas delantero, se asomaba juguetona, abanicándose de un lado a otro, atravesada por un montón de vidrios. Mi boca, que permanecía junto al resto de la cara, hubiera gritado de tener la posibilidad. Mi cabeza había sido cortada prolijamente por un trozo de metal, dejando la parte del rostro tirado en el cemento oscuro, con los labios separados y los ojos abiertos como si miraran contemplativos el cielo estrellado. El torso fue lo único que se mantuvo en el auto, apoyado en el asiento del acompañante. Ya no era el mismo. El vehículo estaba destrozado, la parte trasera se veía como una lata de gaseosa después de ser aplastada y antes de que la tiren al tacho de la basura. Un hilo de sangre recorría el camino que iba desde allí hasta donde estaba el resto de mi cabeza, hundida en un charco de barro. Un grupo de pájaros nocturnos la picoteaban sacándole la carne, convirtiéndola en algo distinto pero mucho más acorde a su estado actual. No se si todas esas partes tenían algo que ver conmigo. Era más bien una foto lejana, un recuerdo distante, las huellas palpables de una identidad que se deconstruía para tomar una forma nueva. Pero yo no estaba ahí -no todavía- en ese campo desierto, bañado de sangre y con un tenue rayo de luna que iluminaba las partes de una identidad incompleta. 

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